Por Ángel Castaño Guzmán
Etcétera (Nopal, 2017) –el reciente volumen del polígrafo
vallecaucano Harold Alvarado Tenorio– baña de luz una de las muchas facetas del
director de Arquitrave. Quien lo haya tratado en persona concordará conmigo en
algo: Alvarado Tenorio es un tipo con aptitud de encrucijada. La suya es una
personalidad que por naturaleza tiende a la hipérbole, para él no hay tintas
medias. También es legión: en sus setenta años ha sido –incluso a veces en
simultáneo– un docente universitario riguroso, un poeta fino, un libelista
experto en el arte de lanzar invectivas contra Raymundo y todo el mundo, el
editor de la quizá mejor revista de poesía colombiana de los últimos años. No
obstante, durante algún tiempo su cara belicosa ha opacado al resto.
Etcétera viene a mostrar la del erudito juguetón, la del
lector de diferentes tradiciones literarias y conocedor de la poesía china y de
los asuntos líricos cavafianos. Reúne allí traducciones, artículos y ensayos
sobre un amplio abanico de temas y autores, publicados en la prensa a lo largo
de veinte años de labor crítica. La prosa de Alvarado Tenorio no es la del
profesor preso en el circuito de las revistas indexadas y en los rituales de
los papers académicos. Educado en los antiguos suplementos literarios, su
escritura no emplea las aparatosas jergas de las modas conceptuales ni derrapa
en la nadería del biempensante político. Describe, sopesa, relata y crítica en
ocasiones con justicia, en otras sin ella, pero siempre arriesga una opinión.
Cada texto dice algo, dato significativo en un ambiente intelectual
acostumbrado a la pirotecnia.
Itinerario de lecturas y gustos, el conjunto de glosas
devela la curiosidad de Tenorio: examina la poesía de Ángel González, de Jaime
Gil de Biedma, de José Manuel Caballero Bonald, de Francisco Brines, de Carlos
Barral – nombres inscritos en la generación del 50, hornada de escritores a la
cual él le ha dedicado no pocos trabajos–, la de Jorge Luis Borges, de Li Pai,
de Du Fu, de Cavafis –importantes para apreciar la cadencia de los versos del
bugueño–, de Mahmoud Darwish, de Manuel Bandeira, de Aimé Cesaire, de Drummond
de Andrade. Pone la lupa en las narrativas de García Márquez –un dios tutelar
en su cosmos–de Gide, de Rulfo, de Arlt, de Mishima, de Cabrera Infante y una
larga lista. Propone un recorrido –polémico, desde luego– por la novelística
colombiana posterior a Cien años de soledad
y en otro pasaje se ríe del sistema de premios y de los malentendidos de
la fama literaria. Desprovistos de la acrimonia de sus diatribas, estos textos
seducen y convencen por el manejo de la información y la sensatez de los
planteamientos. Tal vez el libro corra la suerte de Ajuste de cuentas y La
cultura en la república del Narco –dos obras similares en fiereza aunque las
víctimas sean distintas–: ser ignorado casi por completo. La verdad, sería una
lástima.
Gústenos o no, Harold Alvarado Tenorio, el temido y
temible, es uno de los personajes interesantes y controversiales de la vida
literaria nacional. Etcétera confirma su cariz de lector y traductor, que no
anula los demás, solo perfecciona el retrato.
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