Harold Alvarado Tenorio
Uno de los más celebrados
personajes de El satiricón de Petronio es Cayo Pompeyo Trimalción, dueño de un
latifundio entre el Lacio y Sicilia, inmenso como las plantaciones de caña del
Valle del Cauca; extravagante, obeso, voluble y con halitosis, suele brindar a
la decaída sociedad romana aparatosas fiestas y cenas donde sus numerosos
criados sirven exóticos manjares con aves cocidas al interior de un cerdo, o
dentro de falsos óvulos, en platos con signos del zodíaco. Son cenas de gran
teatralidad en las que desde la cocina surgen hombres con un enorme jabalí,
mientras Trimalción increpa al cocinero por no haberlo asado ni limpiado
adecuadamente y al momento de proceder a castigarlo, este abre el animal en canal
y entonces, entre los aplausos de la concurrencia, salta de su interior gran
cantidad de embutidos que arruinan la Stola y la Palla de los famosos trajes de
Fortunata, su mujer, que acaba de abandonar a su primer marido.
Hace algo más de 30 años,
10 antes de la creación por el ilegítimo Ernesto Samper del Ministerio de
Cultura de Colombia, el novelista Rafael Sánchez Ferlosio publicó en un diario
de Madrid un artículo en el que decía: “El gobierno socialista de Felipe
González cuando oía la palabra cultura extendía un cheque en blanco al
portador”. Hacía referencia al rumbo que había tomado el Ministerio de Cultura
de Javier Solana como un instrumento de los socialistas para doblegar las
voluntades de cientos de artistas y escritores y ponerlas al servicio de sus
políticas, como sucedió cuando España entró en la OTAN, institución más que
detestada por los intelectuales izquierdistas. La mermelada socialista llegó
entonces a colmos como invitar a numerosos pintores y escritores a participar
en una exposición de abanicos de gran tamaño que debían intervenir con
“libertad absoluta para pintarlos, romperlos, jugar o lo que se les ocurra”, a
razón de 10.000 duros por barba, suma que hizo colaborar a los desobedientes
Juan Benet, Camilo José Cela, Antonio Gala, García Hortelano, Gil de Biedma,
Ángel González, Molina Foix, José Luis Sampedro, Fernando Savater, José-Miguel
Ullán, Paco Umbral, Manuel Vázquez Montalbán, Sánchez Dragó y el cura Jesús
Aguirre.
Se trataba de comprarlo
todo y a todos y así crear una red de clientelismo y colaboracionismo que no
habían conocido los ministerios de Hitler o Stalin. Felipe González transformó
a los intelectuales españoles en voceros silenciosos de sus deseos y en
estatuas de sal, recibiéndoles a menudo en La Bodeguilla de La Moncloa, donde
todos atentamente departían y escuchaban al mandarín socialista. Félix de Azúa
los llamaría “cultura social-emergente”. Una suerte de batahola etílica en la
que se hablaba y discutía sobre lo lúdico, lo mítico, lo telúrico, lo vernáculo,
lo carismático, lo ritual, lo ancestral, lo ceremonial, lo sacrificial y lo
funerario... En diciembre de 1983 el gobierno informó que “había otorgado 46
auxilios a la creación literaria a 500.000 pesetas por talento”.
Doris Inés Salcedo
Gutiérrez es una señora bogotana de 60 años de edad que ha hecho de la
producción de eventos públicos como metáforas del sufrimiento colectivo, la
fuente de sus ganancias y el cuarto de hora de su prestigio. De acuerdo con un
comunicado de la Universidad Nacional colombiana, mediante “el arte, ha
plasmado una crítica a la violencia política en Colombia y, con sus palabras de
agradecimiento, manifestó que su obra está dedicada a las víctimas de la
violencia en el país”. Sin embargo, ni ella, ni sus críticos, han aclarado que
Salcedo Gutiérrez solo se dedica a las víctimas de la violencia ejecutada por
la derecha y el paramilitarismo, nunca a las de la izquierda y menos a las
víctimas de las guerrillas de las FARC. La señora no ha hecho un evento para
condenar la bomba del Club El Nogal, o las numerosas masacres de las FARC en
poblaciones, o los miles de secuestros y asesinatos de secuestrados, o las
violaciones a niñas y niños reclutados a la fuerza por esa pandilla de
asesinos, o los agraviados civiles y militares por las minas, etc., etc., así
sea cierto que en 2007 iluminó con cientos de veladoras la Plaza de Bolívar en
“honor” a los 11 diputados del departamento del Valle raptados y luego
asesinados por las FARC, pero “por culpa de una operación de rescate” del
Ejército, que nunca existió. El odio de la artífice hacia las Fuerzas Armadas
es apenas comparable al que profesa al ex presidente Uribe Vélez. Con el
agravante de que sus “metáforas” son un camelo, debido a que tienen que ser
reveladas y visualizadas por ella misma o alguno de sus corifeos, porque sin
explicar al espectador de qué trata el evento, nadie entendería qué significa
una inmensa grieta, o unas sillas colgando de un edificio, o una manta hecha de
aparentes hojas de rosa, o una colcha de retazos de fragmentos de telas cocidos
por unos voluntarios, porque lo metafórico es el traslado de significado entre
dos términos, la asociación entre mundos que comparten analogía de significado
supliendo el uno por el otro en la misma estructura. Sin metáfora, lo único se
torna vario.
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