Ahora que "ofendiditos" es una de las palabras del
año, hablemos de esa gente que lleva mal una historia de amor consistente en un
pianista inglés y croquetas españolas.
POR JAVI SÁNCHEZ
El rechazo de los últimos meses a la figura James Rhodes es
un síntoma de España, un país donde hasta la cultura de la culpa es sospechosa
y toda víctima, de lo que sea, está politizada. La secuencia de hechos es
conocida: el músico, convertido en fenómeno literario, vino a España, donde se
enamoró de todas las cosas imaginables (la comida, las costumbres, el idioma,
las personas) en un idilio que parte de las redes sociales celebraba porque el
pianista lo miraba todo con entusiasmo. Sin necesidad de banderitas o discursos
anti, alguien disfrutaba España con alegría. La repanocha.
Una felicidad cargante para algunos -la exhibición de la
felicidad roza lo pornográfico en nuestra cultura, sin importar qué cause esa
felicidad-, pero que se convirtió en una de las narrativas más bellas de 2018:
el extranjero que mira todo con ojos nuevos, y nos obliga a replantearnos todo
lo que damos por asumido. Y que se convierte en el mejor embajador posible. No
para los británicos, sino para nosotros mismos. Cuando Rhodes defendía que "picar
unas croquetas que literalmente pueden cambiarte la vida en el restaurante
Santerra", o que nuestro "diccionario es el equivalente verbal de
Chopin", estaba haciendo más por España de lo que ningún inglés hizo nunca
por nuestro país. En la balanza, Rhodes descubriendo las tapas o los tacos
españoles es más relevante que Wellington derrotando a los franceses en los
Arapiles.
¿Cómo te iba a caer mal alguien que defiende lo más sagrado
de España? ¿Cómo se puede odiar a alguien que cruza el Canal de la Mancha para
decir que ha encontrado el sentido de la vida y que no es Bach, que son las
croquetas? Que también, tal vez un poco sea Bach lo que te salva la vida y te
mantiene a flote hasta que descubres razones para vivir esa vida: las
croquetas.
Por supuesto, no podía durar. Hoy se ha aprobado el
anteproyecto de la ley integral contra los abusos infantiles que prepara el
Gobierno. Una ley que tenemos identificada con el londinense desde que
escribiese una carta pública a Pedro Sánchez y este recogiese el guante. La
situación, en cualquier otro país, habría sido normal: una celebridad
comprometida con una causa -una víctima de aquello que quiere cambiar, de
hecho- utiliza su influencia y su tribuna para pedir un cambio. Es decir, para
generar debate y llamar la atención sobre un problema dolorosísimo -hablamos
del más cruel y asimétrico de los crímenes: adultos contra niños-. Uno de sus
principales cambios es la ampliación de los plazos de prescripción, algo
aconsejado por todos los expertos internacionales y las organizaciones no
gubernamentales.
El problema es que esto es España, y el relato que flotaba
hoy en algunas voces irresponsables es "Pedro Sánchez legisla para un
pianista". A la que se unen otras voces que aprovechan para recordar que
James Rhodes es un "pésimo pianista" o que está "lo que le está
haciendo a la música clásica", argumentos de astroturfing que me he
encontrado multiplicado en todas las redes sociales y que no logro entender qué
relación tiene con los abusos infantiles. O peor, que dicen mucho sobre la
catadura moral de aquellos que consideran que es mejor que te calles y toques
bien al puto Bach que alces la voz sobre violaciones a niños, incluida la tuya.
El esperpento inverso sobre el debate entre artista y moral que hemos visto este
año con los Kevin Spaceys y demás.
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