La pregunta por el sentido de un género literario nunca proviene de
quienes lo cultivan, sino de quienes lo observan.
Escrito por: Luis Benítez.- Fuente: Letralia
No por repetida siglo tras siglo —con toda probabilidad— la pregunta
deja de ser atinente.
Las respuestas han sido muchas, porque la poesía es el género literario
más antiguo de todos, el primero, el que dio origen a todos los demás. El registro
más añejo de la escritura se conserva en el Museo Británico y es un libro de
poesía: el Cantar de Gilgamesh, datado para algunos en 4.000 años.
Cincuenta y tres tabletas de arcilla o, mejor dicho, fragmentos de
ellas, cubiertos de escritura cuneiforme, del tiempo en que se ponían los
cimientos de las pirámides y los europeos cazaban jabalíes en lo que hoy es la
Place de la Concorde.
La poesía ya existía desde antes de ese evocado registro escrito,
seguramente, y se trasmitía y era consecuentemente deformada por tradición
oral, como siglos después del anónimo autor de Gilgamesh todavía se haría en
Grecia.
Una teoría sobre su origen dice que devino de los cánticos religiosos,
con lo que tendría entonces un doble origen: uno musical, que arrastraría a formar
palabras que acompañaran la melodía, para expresar lo que sentía el que
cantaba, y otro puramente verbal, el que prefieren otros, quienes identifican
el punto de partida de la poesía con ese hipotético pero suponible momento en
que aquello que se hizo para ser cantado comenzó a ser repetido sin
acompañamiento musical alguno.
Se puede imaginar que la poesía se originó en ambos momentos, sin mayor
contradicción: ya era poesía cuando se acompañaba la modulación de esas
palabras con sistros o flautas dobles, y se consolidó como tal cuando fue
posible declamarla con o sin instrumentos.
Plástica y adaptable como es, capaz de diversificarse en múltiples
géneros y subgéneros, debe de haber perdurado su forma cantada junto a la
recitada, incluso después de haber adoptado otra forma de expresión, que ya fue
la escrita.
Entonces servía para lo que sirven todas las fórmulas religiosas, para
conjurar el miedo del hombre a cuanto lo rodea. Tendría las mismas propiedades
que una fórmula mágica; esto es, modificar la realidad para quienes creen en
ella, modificar el estado de ánimo de quien la lee o recita, para nosotros, los
contemporáneos.
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