Por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
Hoy,
30 de septiembre, festividad de San Jerónimo, se celebra el Día Internacional
de la Traducción, una iniciativa anual que rinde homenaje a los traductores y
reconoce su papel esencial en la transmisión del conocimiento. Es una fecha
oportuna para investigar su labor y reconocer su mérito, muy poco valorado en
un mundo cultural sometido a la egolatría de los escritores consagrados.
Cuando
nos disponemos a leer un libro, por lo general, ninguno de nosotros se plantea
si está traducido o no. Mientras lo leemos o al finalizarlo, si no nos ha
gustado, entonces buscaremos culpables o decidiremos no volver a leer a ese
autor. Pero también existe la posibilidad de que no esté bien escrito o de que,
quizá, no esté bien traducido. A veces, basta con cambiar de editorial para que
esa obra nos entusiasme: el traductor es otro.
Detrás
de la creación de una novela no sólo está el escritor, en ocasiones, también el
traductor, ese eslabón invisible al que debemos agradecer su esfuerzo para
acomodar el contenido de la obra a nuestro idioma. Porque todos sabemos que
entender un idioma no es suficiente para trasladar lo literario, es decir, esa
forma determinada, única en cada escritor, que nos hace vibrar, recordar y
sobre todo deleitarnos con lo que estamos leyendo. Si somos capaces de
diseccionar cada paso que conlleva esta transformación o acomodación de un
idioma a otro, comprenderemos mejor el trabajo de estas personas. Porque aquí
nos incumbe la traducción literaria y esta no es una tarea banal.
«Todo
libro traducido es «como un cadáver destrozado por un coche hasta resultar
irreconocible» (Thomas Bernhard).
Resulta
incomprensible que un escritor no valore el trabajo de un traductor cuando
ambas profesiones están muy unidas e incluso muchos compatibilizan las dos.
Varía
mucho la relación que el escritor y el traductor mantienen. Puede que se
conozcan, que se respeten, que se detesten, que no se necesiten: «El diálogo
entre el autor y el traductor, en la relación entre el texto que es y el texto
que va a ser, no es apenas un diálogo entre dos personalidades particulares que
han de completarse, es sobre todo un encuentro entre dos culturas colectivas
que deben reconocerse», decía José Saramago.
Donna
Leon está muy agradecida a la respuesta de los lectores españoles y es
consciente de que esto se lo debe a su traductora Maia Figueroa Evans, quien
afirma rotundamente que la figura del traductor debe ser transparente. “Cuanto
menos se note, mejor, y eso implica invisibilidad en muchos aspectos”. La
escritora norteamericana aboga por una traducción que muestre emoción, que
capte el significado del texto, su espíritu y el del lenguaje en el que
escriben. Está convencida de que el nuevo texto debe entender su ingenio y
astucia; sentir la emoción con la que se ha escrito.
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