Denise Paiewonsky |
Aunque los religiosos llevan años tratando de convencernos de que no se
oponen al aborto terapéutico cuando éste es necesario para salvar la vida de la
mujer, la realidad es que su definición de lo que resulta moralmente lícito en
estos casos es tan, pero tan estrecha que, para todos los fines prácticos, es
casi inexistente. Detrás del doble discurso orwelliano que destaca la loable
intención de proteger tanto la vida de la mujer como la del feto se esconde la
condición sine qua non establecida por el principio católico del “doble
efecto”, el cual demanda:
“Que el resultado deseado (salvar
la vida de la madre) no sea el resultado de hacer antes una acción mala
(abortar o matar al feto). Primero debe ser la acción buena o por lo menos debe
haber simultaneidad entre ambos efectos. Ello significa que: es posible hacer
algo por el bien de la madre que traiga como resultado la muerte del feto, pero
no es permitido comenzar con la muerte del niño” (2).
En otras palabras, el principio inviolable de la Iglesia con respecto al
aborto terapéutico sigue siendo que “la destrucción directa e intencional de un
bebé en el seno materno, es gravemente inmoral en todas las circunstancias”
(3), aun cuando dicha acción sea necesaria para salvar la vida de la mujer,
como bien vimos en el caso de Esperancita. El hecho de que, desde la perspectiva
católica, la vida de la mujer tenga un valor equiparable al de un embrión (o
hasta un óvulo fecundado) no es tanto evidencia de la devoción católica por la
vida como de su desdén por las mujeres. Esto se percibe por igual en la
indiferencia con que la Iglesia desestima las razones por las que una mujer
violada o portadora de un feto inviable podría decidir no llevar a término un
embarazo. A los santísimos padres ni les pasa por la cabeza considerar la
situación de estas mujeres, ni sus deseos, ni las consecuencias de llevar a
término embarazos en estas circunstancias, antes de emitir sus mandatos
inapelables.
Nada ilustra mejor la postura católica sobre el aborto terapéutico y su
valoración real de las mujeres que el culto necrofílico que rinde la Iglesia a
aquellas que voluntariamente elijen la muerte antes que la interrupción del
embarazo. En el internet hay toda una subcultura de homenaje a estas mujeres,
donde con macabra fascinación se detallan listas interminables de estas
mártires de la misoginia católica a las que llaman “madres coraje” (4). La
santa patrona de este culto insólito es la italiana Gianna Beretta, muerta en
1963 y canonizada en el 2003, cuya hija fue invitada de honor del Papa
Francisco al Encuentro Mundial de las Familias el año pasado (5). Otras figuras
destacadas del culto son María Cecilia Perrín, una argentina fallecida en 1985
que ya fue declarada Sierva de Dios, primer paso en el proceso de canonización;
Rita Fedrizzi, exaltada por el Vaticano en el 2005; y Carla Levati, fallecida
en 1993 y ensalzada en múltiples ocasiones por Juan Pablo II, que destacó su
decisión de dejarse morir como “una señal de esperanza” y un “pacto de amor”.
L’Osservatore Romano, vocero oficial del Vaticano, calificó su decisión como
“un gesto profético…un gesto realmente bello” (6).
El grueso del liderazgo evangélico nacional mantiene exactamente las
mismas posturas retrógradas con respecto a la despenalización por causales. Al
igual que la jerarquía católica, se trata de una élite exclusivamente masculina
que se arroga el tradicional derecho patriarcal de decidir los destinos de las
mujeres sin considerar ni por asomo sus necesidades, derechos o deseos. Pero a
diferencia de los católicos, los evangélicos no están obligados a la obediencia
doctrinal absoluta, lo que explica que en estos días uno de sus representantes
más reconocidos a nivel de opinión pública se haya atrevido a disentir (7).
La preocupación de este líder disidente no es el bienestar o la vida de
las mujeres –a quienes niega de plano el derecho a participar en la toma de
decisiones sobre el aborto- sino la posibilidad de que el medievalismo rampante
de sus correligionarios “aleje a la juventud y a la clase pensante de la
confianza en la Iglesia”. Bien harían los jefes religiosos en prestarle
atención, vista la pérdida imparable de feligresía católica en la República
Dominicana, que en menos de una década se redujo en más de 15 puntos
porcentuales (de 68% en 2008 a 52% en 2014); por su lado, y tras décadas de
crecimiento sostenido, el porcentaje de evangélicos se ha estancado en
alrededor del 25% de la población desde el 2010 (8). El único sector que
muestra un crecimiento vigoroso es el de los no creyentes/no afiliados, que
según la misma fuente se duplicó durante el período, pasando del 10% de la
población en el 2008 al 22% en el 2014.
Y nuestro país no parece ser un caso aislado: un estudio recién
publicado de Datafolha revela que en apenas dos años el porcentaje de católicos
brasileños se redujo en diez puntos porcentuales, pasando del 60% de la
población en el 2014 al 50% en el 2016, lo que equivale a una pérdida de 9
millones de feligreses (9). Lo más notable es que, a diferencia de años
anteriores, la pérdida de feligresía católica no se tradujo en incrementos para
otras iglesias, sino para los que no profesan ninguna religión, que aumentaron
del 6% al 14% en esos dos años.
La reafirmación por las autoridades religiosas de posiciones no solo
anacrónicas sino francamente ofensivas en torno al aborto podría acelerar estas
tendencias, sumándose a los efectos del recambio generacional, los avances en
la educación y el creciente acceso al internet. Al menos nos quedaría ese
rayito de luz en medio del oscurantismo de los líderes religiosos y sus socios
congresionales, empeñados como están en negar a las mujeres el derecho a “la
dignidad, la integridad y la propia vida” (10).
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