RAFAEL PERALTA ROMERO
Judas aceptó gustoso unirse a
Jesús cuando lo oyó predicar y hasta por las molestias que causaba su retórica
a los romanos, que tenían ocupado Israel. Cuando llegó a Jerusalén, cumplidos
los veinte años de edad, sufrió las vejaciones de los invasores a la gente de
su pueblo y comenzó a germinar en su pecho la semilla de la rebeldía.
Se había criado en Queriot,
al sur de Judá, donde fue a parar
después que su madre lo abandonara debido a una revelación según la cual
su hijo constituía una amenaza para la familia, para Dios y para el pueblo
judío. El niño fue llevado hasta la
corte y la reina, que no había podido tener hijo, lo acogió como suyo y lo
crió.
En su etapa de adulto se
marchó y fue a parar a Jerusalén, donde intentó integrarse a la vida social y laboral,
y tuvo buen comienzo, pero sufrió algunos reveses por sus ambiciones y algunos
comportamientos negativos. Pero un soplo de bienaventuranza lo puso en la
intención de redimirse y por eso aceptó seguir a Jesús.
Jesús había llamado a Pedro y
Andrés, mientras pescaban, luego instó a Juan y a Santiago, los hijos de
Zebedeo, a seguirlo. Por igual llamó directamente a Mateo, quien se dedicaba al
cobro de impuestos para el gobierno de ocupación, pero renunció para seguir a
Jesús.
Judas quedó incluido entre
los otros siete escogidos de un amplio grupo de seguidores. A pesar de ser
nombrado encargado de los recursos que servían de sostén a los apóstoles en su
labor proselitista con Jesús, Judas miraba todo con ojeriza, recelaba de cada
movimiento.
Judas no ocultaba su apego a
los bienes materiales, hasta el punto que
evidenció su indignación cuando
en Betania una seguidora derramó un
frasco de perfume sobre Jesús y la reprendió alegando que el valor de ese
perfume pudo ser usado en favor de los pobres.
Las cosas sucedieron de este
modo: seis días antes de la fiesta judía de la Pascua, llegó Jesús a Betania,
donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Las hermanas
del resucitado, Marta y María, y el propio Lázaro, ofrecieron una cena en honor
de Jesús. Marta servía la mesa y Lázaro era uno de los comensales. María se
presentó con un frasco de perfume muy caro, casi medio litro de nardo puro, y
ungió con él los pies de Jesús; después los secó con sus cabellos.
Judas Iscariote, en cambio,
no pudo soportar aquello y lo consideró un derroche innecesario, y desde luego
protestó, diciendo: “¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios
para repartirlo entre los pobres?”. Trescientos denarios era una suma
apreciable, habida cuenta de que un denario cubría un día de trabajo de un
jornalero.
Entre los discípulos se
inició un cuchicheo y casi todos quedaron asombrados con la actitud levantisca
de Judas. Y tanto se sintió el murmullo que Jesús tuvo que intervenir y lo hizo
de forma no grata para Judas: “¡Déjala en paz! Esto que ha hecho María anticipa
el día de mi sepultura”.
Judas tenía preocupaciones políticas
y sociales y aspiraba a participar en una conspiración y contribuir a echar la
dominación del imperio romano y ser parte del nuevo reino, quizá con Jesús a la
cabeza. Por eso no le resultó agradable la declaración del Maestro cuando dijo:
“Mi reino no es de este mundo”.
“¡Judas, con un beso entregas
al Hijo del hombre!” Cuando el Maestro dijo: “Judas haz lo que tengas que hacer”,
en vez de ausentarse de la cena, tenía que permanecer, confesar su conspiración, no aceptar el precio de la
sangre que se iba a derramar. Pero no cejó.
Salió del aposento alto, lugar
de la cena, cuando el Maestro le echó en cara que era quien lo había de traicionar. Debió sentir rubor, todos lo miraban, la cara se le caía de vergüenza. Bajó
al primer nivel, azorado, el dueño de la
vivienda le preguntó algo y ni siquiera le respondió. Iba su espíritu envuelto
en una turbulencia. Quizá estuviera dispuesto a deshacer el negocio, pero no lo hizo.
El sanedrín había decidido la muerte de Jesús, y lo único
que les impedía hacerlo era que temían a un alboroto de la multitud, y por eso
buscaban la manera de prenderle discretamente. El contacto con Judas les quedó
como anillo al dedo. No tuvieron que sobornarlo, él se lo puso fácil, pues preguntó qué me pagan si le entrego a Jesús.
Quizá por eso ofrecieron una
paga tan ínfima por un hombre que valía por todos ellos juntos: treinta monedas
de plata. El precio de un esclavo. Menos de 200 dólares de hoy.