Por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936) fue un escritor cuya
obra crucial es Niebla. La escribió en 1907 —aunque no fue publicada hasta
1914— y en ella explora técnicas narrativas propias que atenúan la importancia
del argumento, reducen la caracterización de los personajes y desdeñan el
detalle en la descripción de ambientes, en clara oposición a las pautas
empleadas por la novela realista y naturalista que se hacía a finales del siglo
XIX.
Augusto Pérez es un burgués acomodado, cuya vida tranquila y rutinaria
le impulsa a reflexionar sobre la condición humana y el misterio de la muerte.
A lo largo de la novela, Unamuno va destapando su pensamiento por boca de su
protagonista, mediante largos monólogos que solo su perro Orfeo comprende, o
aceradas discusiones con su amigo Goti. Esos pensamientos lo entretienen hasta
que su novia Eugenia huye con otro hombre, después de que él abandona a
Rosario, su empleada de hogar, a quien había prometido amor eterno. En esta
situación, decide visitar al escritor Miguel de Unamuno para pedirle consejo.
Este le responde que no tiene por qué preocuparse, ya que es un ente de ficción
creado por él y que él puede hacerlo desaparecer en el momento que lo desee.
Esta intrusión del autor en el curso de la historia que está contando es
un recurso que ya fue utilizado por Cervantes en su Don Quijote. El que un escritor se refiera a sí mismo en
una obra, analice cómo se escribe, glose el proceso creativo… todo eso es
propio de una técnica literaria denominada metaficción. El artificio lo utilizó
más tarde el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) en El Aleph y,
posteriormente, una legión de seguidores adoptaron la fórmula.
Unamuno siempre quiso diferenciarse de sus coetáneos, hacer otro tipo de
literatura en la que poder exteriorizar su mundo interno. Su estilo no busca
ser elegante sino provocador, llamar la atención del lector sobre lo que dice y
cómo lo dice y para eso usa un lenguaje seco, rápido; y no necesita argumento
ni plan de escritura, como él mismo explica en A lo que salga.
Mas, una vez que me he decidido a escribir de cosas de técnica
literaria, ruego al lector no profesional que me lo tolere, y desde ahora le
aseguro que, aunque sé por dónde he empezado este ensayo—o lo que fuere—, no sé
por dónde lo he de acabar. Y de esto es precisamente de lo que quiero escribir
aquí, de esto de ponerse uno a escribir una cosa sin saber adónde ha de ir a
parar, descubriendo terreno según marcha, y cambiando de rumbo a medida que
cambian las vistas que se abren a los ojos del espíritu. Esto es caminar sin
plan previo, y dejando que el plan surja. Y es lo más orgánico, pues lo otro es
mecánico; es lo más espontáneo.
Sus personajes son planos, los define con un par de trazos; no se
detiene a examinarlos a fondo. Se sirve de ellos para, mediante el diálogo o el
soliloquio, formular preguntas sobre las cuestiones que a él le obsesionan. Son
siempre preguntas sin respuesta, una forma de motivar al lector y obligarle a
un esfuerzo intelectual para que las encuentre. Unamuno conocía muy bien el
valor pedagógico de la mayéutica. Tenía fama de ser vanidoso, mas en su obra
escrita no se atisba traza alguna de dogmatismo.
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