Shirley Santana H.
El vapor subía y se esfumaba entre la cálida brisa
de una mañana de campo. Los rayos de sol querían siquiera escurrirse por los
pequeños agujeros oxidados que tenía la
plancha de zinc del techo. La doña, procuraba rápidamente preparar los jarritos
para que su muchacho se fuera a trabajar con su cafecito mañanero.
La cafetera casi hervía con el fuego calcinante del
fogón de Doña Eva, los trapos de cocina se divisaban tendidos en los cordeles
cercanos a la enramada, casi desplomada. El humo se introducía en sus pulmones
haciéndola toser varias veces, pero todo es a lo que uno se acostumbra y Doña
Eva ya se había acostumbrado a eso, sus ojos estaban casi llorosos y las lágrimas
querían brotar debido al aire negro de
aquella cocina.
El café ya estaba flotando en el aire llevando su
aroma por todo el lugar, los jarritos para el café ya dispuestos con su azúcar
fueron llenados prontamente por el liquido negro tan rico y disfrutado por la
familia Gonzalvo. Pero no paso ni un segundo para que la doña se diera cuenta
de que el jarro de su muchacho estaba pinchado.
Buscando por
todos lados, encontró uno que al lado del maíz de los gallos estaba, lo tomo de
prisa para no retrasarse ni un minuto más, y en el va y ven de sus apuros al
lado del jarrito, el maíz cayó, desparramándose y brincando en el suelo un par
de veces. La doña, se secó el sudor de
su vieja frente, sus manos fueron secadas del mandil todo desgastado que pendía
de su cuello y se amarraba de sus caderas anchas por los tantos partos.
Salió de volada de aquella enramada a despertar a su
hijo, al único que vivía con ella haciéndole compañía, pues desde que su marido
murió de un infarto se había quedado muy sola, si muy sola. Abrió la puerta con
precaución, se quito sus chancletas todas remendadas y llenas del barro mojado
por el rocío de la noche anterior, se dirigió a donde su muchacho se
encontraba, vociferó un par de veces antes de entrar:
-Jesuito, Jesuito mi jijo ¿donde estas?- Anda pa'rriba
de esa cama, mi jijo ya ta taide.
No hubo respuesta alguna, de la habitación, se
repitieron las mismas palabras tres veces cada vez con más desesperación, en cada
una de las cuales el corazón de la doña palpitaba más y más.
En la cocina el café ya no olía, ya no estaba
caliente, ni siquiera se percibía donde estaba, pero ni tonto ni perezoso el
gallo fue a por su maíz, se comió los que estaban en el suelo no encontraba ya más,
abrió sus alas voló y arriba en la meseta del fogón había semejante cantidad de
alimento que había dejado caer la doña. Se lo comenzaba a comer, en el mismo
instante la madre entraba al cuartucho de su hijo, éste tendido en la cama boca
arriba, corrió de momento al lugar donde descansaba su muchacho para zarandearlo
de un lado a otro, sin encontrar res puesta, se recostó en su pecho abrazándolo
con todas su fuerzas, pero tampoco hubo respuestas lo único que escuchaba era
el cantar del gallo que estaba lleno ya de tanto tragar, desplegó su alas para
bajarse de aquel fogón ya extinguido dejando caer tras si el jarrito del café
inerte que la doña había dejado olvidado, al suelo llegó el líquido convirtiéndose
en una mancha obscura en aquel piso de tierra.
Mientras la doña Eva, solamente mugía de dolor por
su hijo que no se movía, no le respondía, no respiraba, siendo las únicas
palabras que podía decir estas:
Ayy Dios mioo, te llevate también a mi jijo, nooooo,
nooo no a mi muchacho, no a mi Jesuito. ¡Ya no beberá su cafecito mañanero
nunca jama conmigo!
En esa mañana de campo ya no sonaba la cafetera, ya
el sol no se quería entrar porque ya estaba adentro, ya el gallo no cantaba, ya
su muchacho no estaba, y ese día si la doña se quedo sola, si muy sola…
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