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5 de mayo de 2015

Olor de café

Shirley Santana H.
El vapor subía y se esfumaba entre la cálida brisa de una mañana de campo. Los rayos de sol querían siquiera escurrirse por los pequeños agujeros  oxidados que tenía la plancha de zinc del techo. La doña, procuraba rápidamente preparar los jarritos para que su muchacho se fuera a trabajar con su cafecito mañanero.
La cafetera casi hervía con el fuego calcinante del fogón de Doña Eva, los trapos de cocina se divisaban tendidos en los cordeles cercanos a la enramada, casi desplomada. El humo se introducía en sus pulmones haciéndola toser varias veces, pero todo es a lo que uno se acostumbra y Doña Eva ya se había acostumbrado a eso, sus ojos estaban casi llorosos y las lágrimas querían brotar debido al  aire negro de aquella cocina.
El café ya estaba flotando en el aire llevando su aroma por todo el lugar, los jarritos para el café ya dispuestos con su azúcar fueron llenados prontamente por el liquido negro tan rico y disfrutado por la familia Gonzalvo. Pero no paso ni un segundo para que la doña se diera cuenta de que el jarro de su muchacho estaba pinchado.
 Buscando por todos lados, encontró uno que al lado del maíz de los gallos estaba, lo tomo de prisa para no retrasarse ni un minuto más, y en el va y ven de sus apuros al lado del jarrito, el maíz cayó, desparramándose y brincando en el suelo un par de veces. La doña,  se secó el sudor de su vieja frente, sus manos fueron secadas del mandil todo desgastado que pendía de su cuello y se amarraba de sus caderas anchas por los tantos partos.
Salió de volada de aquella enramada a despertar a su hijo, al único que vivía con ella haciéndole compañía, pues desde que su marido murió de un infarto se había quedado muy sola, si muy sola. Abrió la puerta con precaución, se quito sus chancletas todas remendadas y llenas del barro mojado por el rocío de la noche anterior, se dirigió a donde su muchacho se encontraba, vociferó un par de veces antes de entrar:
-Jesuito, Jesuito mi jijo ¿donde estas?- Anda pa'rriba de esa cama, mi jijo ya ta taide.
No hubo respuesta alguna, de la habitación, se repitieron las mismas palabras tres veces cada vez con más desesperación, en cada una de las cuales el corazón de la doña palpitaba más y más.
En la cocina el café ya no olía, ya no estaba caliente, ni siquiera se percibía donde estaba, pero ni tonto ni perezoso el gallo fue a por su maíz, se comió los que estaban en el suelo no encontraba ya más, abrió sus alas voló y arriba en la meseta del fogón había semejante cantidad de alimento que había dejado caer la doña. Se lo comenzaba a comer, en el mismo instante la madre entraba al cuartucho de su hijo, éste tendido en la cama boca arriba, corrió de momento al lugar donde descansaba su muchacho para zarandearlo de un lado a otro, sin encontrar res puesta, se recostó en su pecho abrazándolo con todas su fuerzas, pero tampoco hubo respuestas lo único que escuchaba era el cantar del gallo que estaba lleno ya de tanto tragar, desplegó su alas para bajarse de aquel fogón ya extinguido dejando caer tras si el jarrito del café inerte que la doña había dejado olvidado, al suelo llegó el líquido convirtiéndose en una mancha obscura en aquel piso de tierra.
Mientras la doña Eva, solamente mugía de dolor por su hijo que no se movía, no le respondía, no respiraba, siendo las únicas palabras que podía decir estas:
Ayy Dios mioo, te llevate también a mi jijo, nooooo, nooo no a mi muchacho, no a mi Jesuito. ¡Ya no beberá su cafecito mañanero nunca jama conmigo!

En esa mañana de campo ya no sonaba la cafetera, ya el sol no se quería entrar porque ya estaba adentro, ya el gallo no cantaba, ya su muchacho no estaba, y ese día si la doña se quedo sola, si muy  sola…

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