El Cañero

30 de octubre de 2020

Tengo una nostalgia sin nombre

 CULTURA VIVA

Por Lincoln López


Tan humilde. Tan frágil. Tan enjuto. Tan estoico. Tan distante de sus colegas. Tan respetado por su colegas. Tan indiferente a todo. Tampoco hacía esfuerzo alguno por llamar la atención de cualquier transeúnte anunciando sus servicios. Aun así, se había ganado una clientela bastante numerosa, particularmente los sábados cuando familias santiagueras le llevaban ¨su sapato pa que se lo limpie¨.

No recuerdo ni el día ni el mes de nuestro primer encuentro. Su rutina de trabajo era siempre la misma: encendía un cigarrillo sin filtro, sacaba sus utensilios, el toque para el cambio de pierna y el toque final. Al terminar le preguntaba: – ¿Cuánto le debo? Y él respondía siempre igual: Lo que tú quieras, mi hijo. Y cuando le pagaba con ese mismo dinero dibujaba la señal de la cruz, con una frase que nunca faltó: Gracias, y que Dios se lo multiplique. Ese tipo de oficio con el tiempo genera conversaciones temáticamente diversas… de anécdotas personales, de política nacional, del clima…de lo que sea. En una ocasión se me ocurrió preguntarle por su esposa y simplemente respondió: No tengo. Ella murió. Luego aclaró: vivo solo con mi hijo y su esposa que me quiere muchísimo. Pensé y pregunté, ¿su único hijo?, respondiendo, no, que va, tuve como 20 pero con distintas mujeres.

Vivos me quedan 16. Dije: Ah, pero usted no es fácil, mire que no lo aparenta; entonces argumentó: yo no sé lo que me pasa con las mujeres, como que se me pegan sin yo buscarlas. Uno iba asumiendo como verdaderas todas esas experiencias contadas. Otro día estando ocurrió algo curioso. Resulta que detuvo su ¨yipeta¨ un hombre joven y sin desmontarse le lanzó al viejo varios improperios, y rápidamente se marchó. El limpiabotas no se inmutó, ni esperó mi reacción y expresó que ese era uno de sus hijos comerciante, me insulta para que deje de trabajar. No trabajo por dinero…Siguió monologando: ¿Y yo qué hago en mi casa sin hacer nada? Me muero.

A la semana siguiente, caminé nuevamente hasta su lugar de trabajo, en el parque Los Chachases, por la calle Independencia, y no estaba. Qué raro, pensé. Más extraño aun, había otro limpiabotas en su puesto. Así que le pregunté al joven por papá. Solamente detuvo su labor para responder sin mirarme: Papá se fue el día 2. La expresión de su rostro y de sus manos, fueron suficientes para describir el trasfondo trágico de la información.

No sé por qué no utilicé los servicios del joven limpiabotas. Solo pensaba en aquella figura humana y pequeña de 77 años, según contaba. En su siempre descuidada barba y en su inseparable cigarrillo. En su voz ronca y cansada, en su ropa raída y manchada; en sus zapatos, viejos, negros, impecablemente lustrados, en su gastada gorra ¨aguilucha¨ de siempre…en sus instrumentos de trabajo…Y me marché.

Ahora escribiendo esta historia y para titularla, es que me doy cuenta que nunca le pregunté por su nombre. El viento del parque se lo llevó para siempre.

¡Oh, Dios!...tengo una nostalgia sin nombre.

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