CULTURA VIVA
Por Lincoln López
Tan humilde. Tan frágil. Tan enjuto. Tan estoico. Tan distante de sus colegas. Tan respetado por su colegas. Tan indiferente a todo. Tampoco hacía esfuerzo alguno por llamar la atención de cualquier transeúnte anunciando sus servicios. Aun así, se había ganado una clientela bastante numerosa, particularmente los sábados cuando familias santiagueras le llevaban ¨su sapato pa que se lo limpie¨.
No recuerdo ni el día ni el mes de nuestro primer encuentro.
Su rutina de trabajo era siempre la misma: encendía un cigarrillo sin filtro,
sacaba sus utensilios, el toque para el cambio de pierna y el toque final. Al
terminar le preguntaba: – ¿Cuánto le debo? Y él respondía siempre igual: Lo que
tú quieras, mi hijo. Y cuando le pagaba con ese mismo dinero dibujaba la señal
de la cruz, con una frase que nunca faltó: Gracias, y que Dios se lo
multiplique. Ese tipo de oficio con el tiempo genera conversaciones
temáticamente diversas… de anécdotas personales, de política nacional, del
clima…de lo que sea. En una ocasión se me ocurrió preguntarle por su esposa y simplemente
respondió: No tengo. Ella murió. Luego aclaró: vivo solo con mi hijo y su
esposa que me quiere muchísimo. Pensé y pregunté, ¿su único hijo?,
respondiendo, no, que va, tuve como 20 pero con distintas mujeres.
Vivos me quedan 16. Dije: Ah, pero usted no es fácil, mire
que no lo aparenta; entonces argumentó: yo no sé lo que me pasa con las
mujeres, como que se me pegan sin yo buscarlas. Uno iba asumiendo como
verdaderas todas esas experiencias contadas. Otro día estando ocurrió algo
curioso. Resulta que detuvo su ¨yipeta¨ un hombre joven y sin desmontarse le
lanzó al viejo varios improperios, y rápidamente se marchó. El limpiabotas no
se inmutó, ni esperó mi reacción y expresó que ese era uno de sus hijos
comerciante, me insulta para que deje de trabajar. No trabajo por dinero…Siguió
monologando: ¿Y yo qué hago en mi casa sin hacer nada? Me muero.
A la semana siguiente, caminé nuevamente hasta su lugar de
trabajo, en el parque Los Chachases, por la calle Independencia, y no estaba.
Qué raro, pensé. Más extraño aun, había otro limpiabotas en su puesto. Así que
le pregunté al joven por papá. Solamente detuvo su labor para responder sin
mirarme: Papá se fue el día 2. La expresión de su rostro y de sus manos, fueron
suficientes para describir el trasfondo trágico de la información.
No sé por qué no utilicé los servicios del joven limpiabotas.
Solo pensaba en aquella figura humana y pequeña de 77 años, según contaba. En
su siempre descuidada barba y en su inseparable cigarrillo. En su voz ronca y
cansada, en su ropa raída y manchada; en sus zapatos, viejos, negros,
impecablemente lustrados, en su gastada gorra ¨aguilucha¨ de siempre…en sus
instrumentos de trabajo…Y me marché.
Ahora escribiendo esta historia y para titularla, es que me
doy cuenta que nunca le pregunté por su nombre. El viento del parque se lo
llevó para siempre.
¡Oh, Dios!...tengo una nostalgia sin nombre.
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