Aless Lequio nació siendo ya famoso. Su fallecimiento, con solo 27 años, conmocionó a toda España. Hablamos con su madre de cómo sobrevivir a un hijo y de lo único que le sana el corazón: poner en marcha la fundación que lleva su nombre.
POR
Vera Bercovitz
"A mis padres, que me abrieron las puertas de la vida. Y a mi hijo, que le dio un significado”. Es la dedicatoria que Ana Obregón (Madrid, 66 años) escribió en sus memorias Así soy yo, publicadas en 2012. A lo largo de sus casi 400 páginas uno encuentra de todo: su primer gran amor, Miguel Bosé; sus años estudiando interpretación en el Actors Studio de Nueva York; su estancia en Los Ángeles y su amistad con Steven Spielberg; los meses que vivió en casa de Julio Iglesias tras sobrevivir a un asalto en su apartamento; la repentina muerte de Fernando Martín; sus amoríos con el príncipe Alberto de Mónaco y su relación con Davor Suker, así como una extraña amistad con el magnate norteamericano y depredador sexual Jeffrey Epstein que me aclarará más adelante. Pero más allá de series, películas, programas, royals y celebrities, hay una figura que emerge constantemente a lo largo de sus páginas: Aless Lequio.
“Cuando
vi a mi hijo por primera vez entendí el significado de la vida”, explica en el
capítulo dedicado a su nacimiento. Como buen hijo único —Ana y el conde Lequio
se separaron cuando Aless tenía dos años—, el niño se convirtió en el centro de
su universo. Lequio ya era padre de un niño, Clemente, hoy de 33 años, fruto de
su relación con la modelo Antonia Dell’Atte y más tarde nacería su hija
Ginevra, de cuatro años, concebida con su actual pareja, la periodista María
Palacios. Pero la actriz no tuvo más hijos. Ana se convirtió en una extensión
de su niño y su niño, en una extensión de Ana. Con solo ocho años el propio
Aless lo contaba en una redacción que escribió para el colegio.
“Si
me voy a jugar un rato con mis amigos parece que me he ido un año”, confesaba
con letra redonda y titubeante. La propia Ana me tiende la redacción, enmarcada
y colgada en la pared de su casa, un chalet adosado en La Moraleja.
“Cuando
era pequeño traía a todos sus amigos del cole a casa, una locura. Yo trabajaba
mucho, pero en cuanto llegaba el fin de semana me ocupaba de ellos. Ahora lo
ves todo muy blanquito, pero esto era una leonera. Todas las paredes
pintadas... Esta casa ha sido para destrozar”, asegura mientras nos instalamos
en una zona contigua al salón, una estancia recogida con unos grandes
ventanales que se abren al jardín.
“Cuando
eran más mayores se iban de juerga y a la vuelta se dormían por los sofás. Por
la mañana me encontraba gente por aquí tirada, en estado catatónico, con unas
resacas de muerte. Yo los acogía, les daba de comer, se lo pasaban bomba”, continúa
mientras me pregunta qué quiero tomar: “¿Café? ¿Té? ¿Coca-Cola?”. Pido un vaso
de agua que no podré terminar. Me espera una conversación dura como una piedra,
cruda como la guerra. Un encuentro de más de tres horas que para el tiempo y
consigue que olvide mi sed.
A
los 17 años a Aless lo admitieron en Duke, una prestigiosa universidad en
Carolina del Norte donde estudió Ciencias Políticas y Filosofía, y Ana no
aguantó la distancia. “Me mudé a Miami. Viví allí cinco años. Iba y venía a
España para trabajar, pero quería estar cerca de él”. Ella lo llamaba y él se
quejaba: “Por favor, mamá, no hace falta que hablemos cada hora”.
Cuando
volvió de Estados Unidos y se instaló de nuevo en casa llegaron a un pacto
tácito: aunque vivían juntos, solo harían planes los fines de semana. “Abría la
puerta de mi cuarto y aparecía un pequeño gnomo: ¿Dónde vas?’. Y yo: ‘Mamá, voy
abajo a por un vaso de agua”, contaba el propio Aless a Bertín Osborne en su
programa En la tuya o en la mía. Era 2016. Ahí también confesó que con su madre
se llevaba genial, que salía con él y sus amigos, que era una más.
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