LA GLORIA Y LA PENA
Ramon Beras
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JOSÉ RAFAEL LANTIGUA
El periplo de la vida, ese viaje de ida y regreso que todos acometen, fue para los Trujillo-Molina, ascendientes y descendientes, una odisea ríspida donde el poder acumulado durante treinta y un años, una vez hecho añicos, no pudo esquivar los vaivenes de la desgracia ni mucho menos pudo servir para sujetar las bridas irrefrenables de la parca, cuando ésta hizo su entrada definitiva en aquel entorno familiar.
Las pompas, la faramalla, los mucamos del protocolo, las carantoñas de los áulicos, las obcecaciones de la fuerza, la perpetuación del absolutismo y la jarana interminable del poder omnímodo, no resultaron útiles cuando la vida hizo su áspera mudanza hacia los caminos insondables de la desgracia y los nombres de los protagonistas del suceso histórico que fue la dictadura nacida en 1930 se dispersaron en distintas geografías para sufrir el estigma al que la muerte puso su cerrojo cuando el jefe de la tribu cayó fulminado en 1961.
Meses más tarde de que la boca muda de donde salieron tantas órdenes de mando –en palabras de Joaquín Balaguer- demostrara a todos “la tremenda realidad con toda su elocuencia aterradora”, los Trujillo iniciaron su camino hacia la muerte en la orfandad de los elogios y sin la presencia multitudinaria que siempre les acompañó en los desfiles onomásticos y en los corsos floridos.
Cuando el Caudillo fue enterrado en la iglesia Nuestra Señora de la Consolación de su nativa San Cristóbal, estaba continuando un tránsito con la muerte que resultó largo, infamante y despiadado. Su primera parada fue en el garaje de la residencia de Juan Tomás Díaz, oculto en el baúl del Oldsmobile de Antonio de la Maza Vázquez. Cuando Ramfis lo sacó de su efímera morada en el templo sancristobalense a la medianoche del 18 de noviembre de 1961 y colocó sus restos en el yate Angelita luego del bacanal de venganza en la hacienda María, Rafael Leonidas Trujillo Molina fue devuelto al territorio dominicano antes de llegar a las islas Azores que era su primer destino. El 29 de noviembre atracaba en la base naval Las Calderas y de ahí el cadáver fue llevado en un camión al aeropuerto de Barahona para que un avión DC3 lo transportase a San Isidro. Entonces, luego de una requisa dirigida por quien cuatro años más tarde sería una figura histórica en los acontecimientos de abril de 1965, el entonces mayor Pedro Bartolomé Benoit, el presidente Balaguer ordenó que colocaran el cadáver en un DC7 de Pan American que aterrizó en el aeropuerto de Orly, en París, el 30 de noviembre, donde ya lo esperaba su hijo Ramfis, luego de que el ataúd fuese recibido por el embajador dominicano en París, Carlos Rosemberg. Un día después era sepultado en la famosa necrópolis Pere Lachaise, compartiendo espacio nada más ni nada menos que con Marcel Proust, su vecino más cercano, con Guillaume Apollinaire y con Oscar Wilde. Allí permanecerían los huesos del dictador por nueve años, hasta que a fines de los setenta su viuda, María Martínez de Trujillo, le hizo construir en El Pardo, de Madrid, un mausoleo de mármol negro con motas turquesas y nácar que doblaba en dimensión al del cementerio parisino. Su osamenta fue llevada a este lugar justo un día después de que se cumpliese el noveno aniversario del asesinato de los conjurados del 30 de mayo en la hacienda María y de que se produjese la salida del país hacia París del primogénito del dictador. Un pequeño grupo acompañó al Jefe a su morada definitiva, entre ellos su hermano Héctor, su hijo Radhamés, Lita Milán, viuda de Ramfis, los dos hijos de ambos y dos o tres allegados a la familia. El trasiego de los restos mortales de Trujillo llegaba a su fin. Ya no estaban a su lado Proust, Wilde y Apollinaire, sino las más relevantes personalidades del franquismo, comenzando por Carmen Polo, la mujer del dictador español, y sus generales Luis Carrero Blanco y Carlos Arias Navarro.
Pero, ¿y qué sucedió con los demás integrantes de la familia Trujillo? Durante largos años esta historia estuvo vedada al conocimiento general de los dominicanos. Solo algunos allegados tenían conocimiento del destino de los despojos mortales de ascendientes y descendientes del Jefe. Sus vidas terminaron consumiéndose, con los años, muchos en la nadería, ignorados hasta por los de su propia sangre; otros, en la fiesta de la angustia y el duelo perenne del olvido; y los menos, como Ramfis en una agitada aventura de vida que terminó estrellada en una vía madrileña, o como Radhamés, cuyo cuerpo los capos Rodríguez Orejuela lo pusieron a flotar en el caudaloso Cauca colombiano.
Nadie ha descrito mejor qué fue de la vida de los Trujillo, sus desconfianzas y peleas entre ellos mismos, sus existencias miserables después de la fiesta que pareció infinita del poder, sus ambiciones, dolores y ruindades que la hija de Ramfis, Aída Trujillo Ricart en su novela “A la sombra de mi abuelo”, la mejor descripción de lo que fue la infortunada vida de su familia en el exilio. Cuando el tiempo y su añagaza colocó las cruces del óbito sobre los cuerpos exánimes de aquella familia, las tumbas se instalaron en variadas geografías: España, Miami, Panamá y el cementerio nacional de la avenida Máximo Gómez. Franklin Gutiérrez, catedrático de la universidad de Nueva York, investigador de camposantos (recordemos su valioso libro “De cementerios, varones y tumbas-Múltiples caras de la muerte en la cultura y la literatura dominicana, 2012) se dedicó durante largos años a desentrañar el misterio y a responder para todos la cuestión: ¿Dónde están los restos de la familia del compadre que matán, ya que sus compadres tomaron la de Villadiego y no dieron cuenta de sus muertos? La respuesta viene dada con detalles minuciosos, fotografías a todo color para que queden las constancias, documentos irrebatibles y una indagación profesional y profunda que los historiadores debieran agradecer porque, a decir verdad, no todos han de tener la vocación tanatófila que posee Franklin Gutiérrez para poder revelarnos saberes de finados que resultan indispensables para completar los ciclos humanos de la historia.
Y revelaciones muchas son las que trae este libro sobre las tumbas de los Trujillo. El itinerario comienza por el progenitor de la especie, José Trujillo Valdez, cuyo nombre le fue colocado a la avenida Duarte al día siguiente de su enterramiento. “Varón de gloriosa estirpe española” escribió un periodista amancebado con la dictadura al momento de la muerte del padre del dictador, ocurrida el 10 de junio de 1935, cuando apenas el hombre fuerte calentaba los motores. A don Pepe lo enterraron en la capilla del Sacramento, que llamarían Capilla de los Inmortales, en plena Catedral Primada, después de que el dictador le pidiese al arzobispo Pittini que obtuviese la aprobación del papa Pío XI para este propósito. Allí, al lado de Buenaventura Báez, de Juan Isidro Jimenes, de Manuel de Jesús Galván y de César Nicolás Penson, fue sepultado don Pepito y conservados sus restos durante veintiséis años, hasta que el 19 de diciembre de 1961 fueron trasladados a hurtadillas sin que nadie supiese su destino. Incluso hoy, según atestigua Gutiérrez en su obra, ni siquiera descendientes del extinto clan de los Trujillo conocen que se encuentra casi escondido “en el sótano pestilente, sucio y grimoso de un panteón de mármol parcialmente abandonado, situado en la calle principal del cementerio nacional de la avenida Máximo Gómez”. Allí están enterrados también Marina Trujillo de García, Thelma, José y Lourdes García Trujillo, Mireya García Trujillo, la esposa del general Pupo Román, y otras personas que no son integrantes de esta familia pero sí amigos de la misma y dueños originales del panteón.
Aníbal Julio Trujillo Molina, hermano del dictador, quinto de la prole, quien padecía de problemas esquizofrénicos, se suicidó en diciembre de 1948 y fue enterrado en el entonces cementerio de la avenida Tiradentes. A finales de los ochenta sus restos fueron exhumados y llevados a un lugar que se desconoce, según las investigaciones de Gutiérrez. Soy amigo de sus nietos y de la madre de éstos, una de las hijas de Aníbal, y ni siquiera ellos saben cuál fue el destino dado a la osamenta de su pariente. Solo me han comentado que creen que una hija suya, Silverita, casada con el ex general Luis René Beauchamps Javier, fue quien tomó la decisión de exhumar sus restos. Colaboración Ramón Beras
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