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16 de abril de 2015

Sagrario y el General

Colaboración: Manolo López
“LOS PUEBLO A QUIENES NO SE LE HACE JUSTICIA SE LA TOMAN POR SI MISMOS, MAS PRONTO O MAS TARDE” (Voltaire)
El día de su desgracia estaba junto a su hermano Fidias –hoy profesional de la medicina justo en el momento en que los hombres de Báez Maríñez apretaron sus gatillos. Nadie puede narrar aquel instante mejor que su hermano Fidias.
Sagrario y el General
Francisco Báez Maríñez era uno de los perros de presa del general Enrique Pérez y Pérez, un siniestro personaje que reinó en las sombras más oscuras de los doce años de gobierno de Joaquín Balaguer. Llegó a la Universidad Autónoma de Santo Domingo, metralleta en mano, a las tres de la tarde del viernes 4 de abril de 1972, mientras las tropas del gobierno la mantenían cercada y amenazaban con imponer su ley.
Antes que él, habían llegado los coroneles Rolando Martínez, jefe del Servicio Secreto, y Julio Carbuccia Reyes, jefe de los Cascos Negros.
La policía había tendido el cerco al recinto universitario alegando que buscaba al dirigente izquierdista Tácito Perdomo Robles porque tenía un plan para matar al presidente.
El general Neit Rafael Nivar Seijas, cuyo recuerdo aún le duele al pueblo dominicano, en su calidad de jefe de la Policía, dirigía el cerco desde sus oficinas en la segunda planta del Palacio policial, y desde allí se mantuvo ladrándole a los universitarios desde tempranas horas de la mañana por todas las vías que tenía a su alcance.
Báez Maríñez era teniente coronel. Llegó a la UASD al frente de un furioso batallón de Operaciones Especiales que se instaló en la intersección de la avenida Alma Mater con Correa y Cidrón en siete ruidosos vehículos militares, y desde allí, junto al resto de las tropas, empezó su avance hacia el recinto. El reloj marcaba las cuatro de la tarde cuando los agentes se pararon, en posición de combate, frente al Aula Magna.
En el grupo de universitarios que sufrían el cerco de aquel día –unos mil en total- había estudiantes, profesores y empleados que participaban en el proceso de registro y reinscripción del próximo semestre.
Cuando las tropas apuntaron sus armas al grupo, los universitarios empezaron a cantar el Himno Nacional, que fue lo único que les pareció decoroso ante la situación que les sobrevenía. Pero no pudieron terminar ni la primera estrofa. Báez Marínez, furioso y descontrolado, exhibiendo las mejores prendas de su arrogancia, levantó su brazo derecho, y así lo mantuvo por un instante, toda la tropa pendiente de él. Al bajarla, empezó el tiroteo.
Según los testigos, la balacera se prolongó por más de cinco minutos. Los tiros ahogaron el Himno y ofendieron la hermosa luz de aquella tarde de abril. Ese, precisamente, fue el día que mataron a Sagrario.
Sagrario Ercira Díaz Santiago era estudiante de la Facultad de Economía de la UASD cuando el destino la colocó inesperadamente en el centro de aquel infierno. El día de su desgracia estaba junto a su hermano Fidias –hoy profesional de la medicina-, justo en el momento en que los hombres de Báez Maríñez apretaron sus gatillos.
Nadie puede narrar aquel instante mejor que Fidias:
"Sagrario y yo estábamos en el primer pasillo de entrada al Alma Mater, justamente frente a los invasores policiales. Ella y yo, asidos de las manos, buscamos protección de los tiros, más que de las bombas. Dimos media vuelta y, en un pequeño jardín del Alma Mater, nos fuimos desplazando, rozando contra el suelo.
Los gases lacrimógenos nos estaban asfixiando y ella, que había perdido sus lentes, desesperada me dijo "me estoy asfixiando, hermanito", y soltándome las manos hizo el intento de avanzar, pero al levantar la cabeza recibió el impacto mortal de una bala en el hueso occipital que se le alojó en el frontal. Intenté agarrarla de nuevo, pero no me respondió. "Sagrario, Sagrario, hermanita", entonces miro a ver qué le pasa y los ojos se me quieren brotar al observar que en la cabeza le penetró la bala y la sangre le estaba manando".
Después de ordenar la matanza, el teniente coronel Francisco Báez Mariñez desconsideró al rector Jottin Cury, metiéndolo en un camión de la Policía y llevándoselo preso, junto al vicerrector Tirso Mejía Ricart y a un numeroso grupo de profesores, empleados y estudiantes.
La comisión que investigó el crimen culpó directamente a Báez Marínez de haber ordenado la matanza. El 5 de mayo de 1972, el oficial, junto a ocho alistados, fue dado de baja y sometido a la justicia civil en un expediente elaborado por la Consultoría Jurídica de la Policía. Después de la farsa montada por el gobierno, Báez Maríñez y el grupo de asesinos que lo acompañó en la triste hazaña del 4 de abril, fue puesto en libertad. Y así, nadie pagó su culpa por el crimen de Sagrario.
Poco después, para protegerlo, el gobierno lo trasladó al Comando Norte de la Policía, donde prosiguió sus andanzas, y posteriormente se le vio escoltando al presidente Balaguer en un viaje que hizo a Puerto Rico.
El teniente coronel Francisco Báez Maríñez pertenecía a un grupo de oficiales muy bellacos que estaban al servicio del gobierno de Balaguer. Años atrás, había sido jefe del Servicio Secreto, una madriguera de asesinos a sueldo que había sembrado el terror por los cuatro costados y había llevado la desgracia a numerosas familias con sus "convincentes" métodos de interrogación.
En 1968, en medio de una pugna policial, fue puesto en retiro bajo el alegato de que tenía "trastornos mentales". Tenía tanto talento para sobrevivir que, según una denuncia hecha por Amaury Germán Aristy en el periódico El Nacional, antes de irse a su retiro, destruyó archivos del Servicio Secreto que lo comprometían con actos de tortura. Un año después fue reintegrado.
El 27 de noviembre de 1984, el presidente Salvador Jorge Blanco, en pago a los servicios prestados y sin respetar el dolor de la familia de Sagrario, lo designó sub-jefe de la Policía, mediante el Decreto número 2529.
Si alguien quiere saber algo más sobre aquellos talentos que lo situaron en el preponderante lugar que ocupó en los doce años, que hable con los opositores del gobierno de Balaguer que aún no han perdido la memoria. Ellos conocieron el alcance de sus métodos y supieron a qué precio se pagaba el silencio frente a sus interrogadores.
Que hable con los estudiantes de las escuelas ametralladas por Operaciones Especiales y con la gente que vio a sus hombres, sedientos de sangre, entrar como salvajes por los callejones de la ciudad, metralleta en mano, violentando el derecho de la gente a vivir tranquila.
Que pregunte qué hacían los hombres que actuaban a las órdenes de Báez Maríñez cuando tenían un hombre amarrado en una silla en las oficinas del Servicio Secreto tratando de sacarle una confesión.

Ese hombre, que en una muchacha de 24 años, asesinó una tarde a todas las flores de abril y que lleva consigo el cadáver de la historia, que vive tranquilamente en una finca en Nizao, olvidado de su pasado y de la sangre derramada, es la persona a quien el Presidente de la República, doctor Leonel Fernández Reyna, mediante el Decreto 476-07, de fecha 27 de agosto de 2007, acaba de reintegrar a la Policía con rango de Mayor General.

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