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15 de enero de 2017

¿De la gran inclusión a la gran expulsión?

Estados Unidos ha demostrado una extraordinaria capacidad para absorber a millones de inmigrantes. Pero el camino nunca estuvo libre de escollos.
RUBÉN G. RUMBAUT (El Pais)

Barco de inmigrantes rumbo a Ellis Island en 1906. THE GRANGER COLLECTION, NY CORDON PRESS
Aunque los titulares de prensa parezcan indicar otra cosa, en un mundo de más de 7.000 millones de habitantes, sólo el 3% son migrantes internacionales, personas que viven fuera del país en el que nacieron. Aun así, cada vez son más los que emigran, sobre todo desde el sur del planeta hacia el norte, y, en ese proceso, el mundo sufre una transformación inevitable. Vivimos en una época en la que la proporción de personas ricas (y mayores) cada vez es menor, y cada vez mayor la de personas pobres (y jóvenes); las presiones migratorias aumentan sin cesar como consecuencia de las desigualdades mundiales y de conflictos irresolubles; y los países más desarrollados se encuentran en una crucial encrucijada demográfica y laboral.
La inmigración es una fuerza transformadora, que produce cambios sociales profundos e imprevistos tanto en las sociedades de origen como en las de acogida, en las relaciones entre los distintos grupos dentro de las sociedades de acogida y entre los propios inmigrantes y sus descendientes. La inmigración va acompañada, no sólo de procesos de aculturación por parte de los inmigrantes, sino también de medidas políticas de los Estados para controlar las oleadas. También conlleva distintos tipos de reacciones de los residentes establecidos y de sus políticos, que pueden considerar que los recién llegados son amenazas culturales o económicas. El miedo al extranjero —la xenofobia de la llamada sociedad del menosprecio— crece en mayor o menor medida con todas las formas de migraciones internacionales y se ve agudizado por la crisis económica global, los atentados terroristas, la guerra y la afluencia de refugiados.
Gran parte de la historia estadounidense puede verse como un proceso dialéctico de los procesos de inclusión y exclusión y, en casos extremos, de expulsiones y deportaciones forzosas
Una característica fundamental de la historia de Estados Unidos ha sido la extraordinaria capacidad de la llamada nación de inmigrantes para absorber, como una esponja gigante, a decenas de millones de personas de todas las clases, todas las culturas y todos los países. Sin embargo, esa virtud admirable ha coexistido siempre con una cara más sórdida del proceso de construcción y concepción nacional. De hecho, gran parte de la historia estadounidense puede verse como un proceso dialéctico de los procesos de inclusión y exclusión y, en casos extremos, de expulsiones y deportaciones forzosas.

La magnitud de estos procesos de inclusión podría contarse a través de la historia de dos ciudades. La primera, Nueva York, ciudad de inmigrantes por antonomasia. Desde 1820 (cuando se empezó a guardar registro de las llegadas) hasta 1892 (el año en que empezó a funcionar el puesto de la isla de Ellis, en la entrada al puerto de Nueva York, junto a la Estatua de la Libertad colocada en 1886), los inmigrantes llegaban en barco a los muelles en la punta de Manhattan y después pasaban por el cercano Castle Garden (el primer centro de recepción de inmigrantes en EE.UU.). Más de 100 millones de estadounidenses son descendientes de aquellos (en su inmensa mayoría, europeos) que llegaron esa primera ola de inmigración.

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