Estados Unidos ha demostrado una
extraordinaria capacidad para absorber a millones de inmigrantes. Pero el
camino nunca estuvo libre de escollos.
RUBÉN G. RUMBAUT (El Pais)
Barco de inmigrantes rumbo a Ellis Island en 1906. THE GRANGER COLLECTION, NY CORDON PRESS
Aunque los titulares de prensa parezcan
indicar otra cosa, en un mundo de más de 7.000 millones de habitantes, sólo el
3% son migrantes internacionales, personas que viven fuera del país en el que
nacieron. Aun así, cada vez son más los que emigran, sobre todo desde el sur
del planeta hacia el norte, y, en ese proceso, el mundo sufre una
transformación inevitable. Vivimos en una época en la que la proporción de
personas ricas (y mayores) cada vez es menor, y cada vez mayor la de personas
pobres (y jóvenes); las presiones migratorias aumentan sin cesar como
consecuencia de las desigualdades mundiales y de conflictos irresolubles; y los
países más desarrollados se encuentran en una crucial encrucijada demográfica y
laboral.
La inmigración es una fuerza transformadora,
que produce cambios sociales profundos e imprevistos tanto en las sociedades de
origen como en las de acogida, en las relaciones entre los distintos grupos
dentro de las sociedades de acogida y entre los propios inmigrantes y sus
descendientes. La inmigración va acompañada, no sólo de procesos de
aculturación por parte de los inmigrantes, sino también de medidas políticas de
los Estados para controlar las oleadas. También conlleva distintos tipos de
reacciones de los residentes establecidos y de sus políticos, que pueden
considerar que los recién llegados son amenazas culturales o económicas. El
miedo al extranjero —la xenofobia de la llamada sociedad del menosprecio— crece
en mayor o menor medida con todas las formas de migraciones internacionales y
se ve agudizado por la crisis económica global, los atentados terroristas, la
guerra y la afluencia de refugiados.
Gran parte de la historia estadounidense
puede verse como un proceso dialéctico de los procesos de inclusión y exclusión
y, en casos extremos, de expulsiones y deportaciones forzosas
Una característica fundamental de la historia
de Estados Unidos ha sido la extraordinaria capacidad de la llamada nación de
inmigrantes para absorber, como una esponja gigante, a decenas de millones de
personas de todas las clases, todas las culturas y todos los países. Sin
embargo, esa virtud admirable ha coexistido siempre con una cara más sórdida
del proceso de construcción y concepción nacional. De hecho, gran parte de la
historia estadounidense puede verse como un proceso dialéctico de los procesos
de inclusión y exclusión y, en casos extremos, de expulsiones y deportaciones
forzosas.
La magnitud de estos procesos de inclusión
podría contarse a través de la historia de dos ciudades. La primera, Nueva
York, ciudad de inmigrantes por antonomasia. Desde 1820 (cuando se empezó a
guardar registro de las llegadas) hasta 1892 (el año en que empezó a funcionar
el puesto de la isla de Ellis, en la entrada al puerto de Nueva York, junto a
la Estatua de la Libertad colocada en 1886), los inmigrantes llegaban en barco
a los muelles en la punta de Manhattan y después pasaban por el cercano Castle
Garden (el primer centro de recepción de inmigrantes en EE.UU.). Más de 100
millones de estadounidenses son descendientes de aquellos (en su inmensa
mayoría, europeos) que llegaron esa primera ola de inmigración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario