Al finalizar la homilía que se celebrara a la muerte de monseñor Juan Félix Pepén, el 21 de julio de 2007, el Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez revelo, que monseñor Pepén le había confiado, que el autor de esta Carta Pastoral había sido FrayVicente Rubio.
Venerables Hermanos y amados hijos en Cristo:
Venerables Hermanos y amados hijos en Cristo:
Fray Vicente Rubio |
Juntamente nos felicitamos con
vosotros y nos regocijamos por haber podido, un año más, celebrar la hermosa
fiesta de Nuestra Señora de la Altagracia, Reina, Madre y Protectora de la
República Dominicana.
Autoridades y pueblo, hermanados por el filial
vínculo de la devoción a la santa Madre de Dios, que quiso poner su trono en la
histórica villa de Salvaleón de Higüey, han sabido prestar nuevamente su
homenaje de fe, piedad y amor, a Aquella que proféticamente dijo de sí misma:
“Todas las generaciones me llamarán bienaventurada”(Lc. 1, 48).
De un cabo al otro de nuestra querida Nación,
se ha observado el fervor entusiasta, la espontánea religiosidad de vuestros corazones
por la Virgen de la Altagracia. Circunstancias delicadas, sin embargo, vinieron
aponer una sombra de tristeza en tan bella festividad.
Asumiendo la obligación pastoral de cuidar el
espiritual rebaño, confiado por la Bondad Divina a nuestra solicitud, no
podemos permanecer insensibles ante la honda pena que aflige a buen número de
hogares dominicanos. Por ello, expresamos nuestra paternal simpatía, nuestro
profundo pesar y nuestro común sentimiento de dolor ya que es una obra de
misericordia “consolar al triste”, haciendo propia la frase del apóstol San
Pablo: “Llorar con los que lloran”. (Rom. XII, 15).
En medio de esta pena, esperamos con la más
viva confianza en la intercesión poderosa de Nuestra Señora de la Altagracia
que, por encima de las humanas pasiones, Ella hará resplandecer la caridad y la
clemencia. La caridad debe ser la compañera y hermana inseparable de nuestra
vida, siendo ella la ley fundamental del cristianismo, la “cédula personal” de
identidad de los seguidores del Evangelio, de los discípulos de Cristo, de los
redimidos en su sangre y en su gracia.
Quien nos dio este precepto, ha sabido sacrificar
su propia vida, derramar todas las gotas de su sangre, morir con una muerte
horrible y espantosa sobre el madero de una Cruz después de haber ofrecido en
comida su propia carne a los que Él amaba, es decir a todos los hijos del
pecado y de la culpa, a esclavos orgullosos y rebeldes, a criaturas deshonradas
y pérdidas para siempre. Y Él era Dios como el Padre, Señor, como el Padre, del
cielo y de la tierra, “figura de su sustancia y esplendor de su gloria” (Hebr.
1. 3).
¿Quién podría rechazar esta gran lección
valorada con tan magnífico ejemplo de “amaos los unos a los otros, como Yo os
he amado?” (Jn. 15, 12).
Os Rogamos, por lo tanto recordar siempre y
no olvidar nunca jamás que por ser verdaderos discípulos del Maestro, nuestra
caridad tiene que ser “más grande que la de los escribas y fariseos” (Mt. V,
20).
Pues El mismo que nos dijo que “quien no haya
dado de comer al hambriento, beber al sediento, vestir al desnudo; quien no
haya compadecido al enfermo, consolado al afligido, instruido al ignorante y
visitado al prisionero, no podrá ser partícipe del Reino de los Cielos” (Mt.
XXV, 35), es El mismo que nos dio como herencia de caridad perpetua la
apostólica oración del Padre Nuestro, divinamente comentada con el suplicio de
la cruz y con el derramamiento de su sangre inocente.
A la luz de estas consoladoras verdades, aún
mejor podéis comprender, amadísimos Hermanos, que la raíz y fundamento de todos
los derechos está en la dignidad inviolable de la persona humana.
Cada ser humano, aún antes de su nacimiento,
ostenta un cúmulo de derechos anteriores y superiores a los de cualquier
Estado. Son derechos intangibles que, ni siquiera la suma de todas las
potestades humanas puede impedir su libre ejercicio, disminuir o restringir el
campo de su actuación. Pero ningún comentario humano llegaría a plasmar con
visión tan clara y exactitud tan rigurosa las sapientísimas palabras con que Su
Santidad Pío XII (de feliz memoria) declaró en cierta ocasión en torno a la
libertad, clima propicio para la actuación de los derechos naturales del
hombre: “También se ha hablado -dice el Papa- tanto de la reglamentación de la
libertad, que sería otro fruto exquisito de la victoria, libertad triunfante
del arbitrio y de la violencia. Pero esta libertad solamente puede florecer
donde el derecho y la ley imperan y aseguran eficazmente el respeto a la
dignidad, así de los particulares como de los pueblos. Entre tanto, el mundo está
todavía esperando y pidiendo que el derecho y la ley establezcan condiciones estables
para los hombres y para las sociedades. Entre tanto, millones de seres humanos
continúan viviendo bajo la opresión y la tiranía. No hay nada seguro para ellos:
ni el hogar, ni los bienes, ni la libertad, ni el honor; y así se apaga en su corazón
el último rayo de serenidad, la última centella de entusiasmo”.
En nuestro mensaje natalicio de 1944
-continúa el Papa- Nos, dirigiéndonos al mundo lleno de fervor por la
democracia y ansioso de ser su campeón y su propagador, procuramos exponer los
principales postulados morales de una recta y sana ordenación democrática. No
pocos temen que la esperanza de semejante ordenación padezca por el hiriente
contraste entre la democracia de la palabra y la concreta realidad. Si Nos
elevamos en este momento nuestra voz no es para descorazonar a las muchas
personas de buena voluntad que ya han puesto mano a la obra o para
menospreciarlo que hasta ahora se ha conseguido, sino únicamente por el deseo
de contribuir en cuanto está a nuestro alcance, a un mejoramiento del presente estado.
Aún no es tarde para que los pueblos de la tierra puedan llevar a la realidad,
mediante un común y leal esfuerzo, las condiciones indispensables tanto para la
verdadera seguridad, la prosperidad general, o al menos, la implantación de un
régimen tolerable de vida como para una benéfica ordenación de la libertad”
(Discurso Sacro Colegio Cardenalicio el2 de junio de 1947).
Por eso, la Iglesia Católica, Madre universal
de todos los fieles, ha sido en todo momento la defensora más ardiente y más
sufrida de esos sagrados derechos individuales. En pro de ellos ha escrito las
Encíclicas más sabias; en pro de ellos sus hijos han derramado la sangre; en
pro de ellos está siempre dispuesta a dar, como su Divino Fundador, elocuente
“testimonio de la verdad” (Jn. XVIII, 37).
En efecto, ¿a quién pertenece el derecho a la
vida, bien radical de todo ser que aparece sobre la faz de la tierra, sino
únicamente a Dios, Autor de la vida?
De este derecho primordial brotan todos los
demás derechos inherentes a la naturaleza humana, dado que todo hombre está
ordenado a la procreación y a la vida social, puesto que así es como logra
alcanzar su perfección y su fin último, que es Dios.
De aquí, el derecho a formar una familia,
siguiendo cada cual, en la elección del cónyuge respectivo, los dictados de una
sana conciencia, recta y libre.
De aquí, el derecho al trabajo, como medio
honesto de mantener el hogar y la familia, y del cual no puede privarse a
nadie.
De aquí, el derecho al comercio, para
intercambiar productos naturales o artificiales, que debe ser protegido por el
Estado con medidas razonables y leyes justas.
De aquí, el derecho a la emigración, según el
cual, cada persona o familia puede abandonar, por causas justificadas, su
propia nación para ir a buscar mejor trabajo en otra nación de recursos más
abundantes o gozar de una tranquilidad que le niega su propio país.
De aquí, el derecho a la buena fama, tan
estricto y severo que no se puede pública ni privadamente, no sólo calumniar,
sino también disminuir el buen crédito que los individuos gozan en la sociedad
bajo fútiles pretextos o denuncias anónimas, que sabe Dios en qué bajos y
rastreros motivos pueden inspirarse.
No queremos, amadísimos Hermanos,
entretenernos en señalar y comentar brevemente los demás derechos naturales que
acompañan a los arriba aludidos, pues es bien sabido cómo todo hombre tiene derecho
a la libertad de conciencia, de prensa, de libre asociación, etc., etc.
Reconocer estos derechos naturales,
tutelarlos y conducirlos a su plena perfección material y espiritual, es misión
sublime de la Autoridad civil y de la Autoridad eclesiástica, trabajando cada
cual desde su propia esfera y con sus medios propios.
Lo contrario a eso, constituiría una ofensa
grave a Dios, a la dignidad misma del hombre -hecho a imagen y semejanza del
Creador-, y acarrearía numerosos e irreparables males a la sociedad.
Para evitar y alejar de nuestra querida
Patria los males que lamentamos, y para conseguir toda suerte de bienes
espirituales y materiales, a los cuales todo hombre tiene perfecto derecho,
elevamos a la Santísima Virgen de la Altagracia nuestras preces más fervorosas,
a fin de que Ella continúe siendo la esperanza y el vínculo de unión entre los
dominicanos, especialmente en estos momentos de congoja y de incertidumbre.
De todo corazón pedimos que, todos, Clero y
fieles, supliquen a Dios durante estas celebraciones religiosas en honor de
Nuestra Señora de la Altagracia para que en su benignidad conceda sus
abundantes dones y consuelos a los que, especialmente se hallen en más grave
peligro o en más grave dificultad.
Con estas oraciones comunes imploramos a Dios
misericordioso que la auspiciada concordia y paz llegue a establecerse, y que
los sagrados derechos dela convivencia humana, que tanto contribuyen al bien de
la verdadera sociedad, sean por todos debidamente reconocidos, legítima y
felizmente ejercidos.
Antes de concluir la presente Carta, no
podemos sustraernos al grato deber de comunicaros que, acogiendo paternalmente
vuestros llamamientos -que hacemos nuestros-, hemos dirigido, en el ejercicio
de nuestro pastoral ministerio, una carta oficial a la más alta Autoridad del
país, para que, en un plan de recíproca comprensión, se eviten excesos, que, en
definitiva, sólo harían daño a quien los comete, y sean cuanto antes enjugadas
tantas lágrimas, curadas tantas llagas y devuelta la paz a tantos hogares.
Seguros del buen resultado de esta
intervención, hemos prometido especiales plegarias para obtener de Dios, que
ninguno de los familiares de la Autoridad experimente jamás, en su existencia,
los sufrimientos que afligen ahora a los corazones de tantos padres de familia,
de tantos hijos, de tantas madres y de
tantas esposas dominicanas.
Y para que todo eso se verifique lo más
pronto posible, unimos a las vuestras nuestras más ardientes plegarias, y cual
auspicio de gracias celestes y en testimonio de nuestra paternal solicitud, de
corazón impartimos al Clero, a los Religiosos y Religiosas, a todo el pueblo
cristiano y a todo hombre de buena voluntad, nuestra pastoral Bendición.
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