Hace 143 años del nacimiento de la bailarina
que sufrió la muerte más espectacular y simbólica del siglo XX.
(Extracto)
POR IANKO LÓPEZ –
Vanity Fair
Isadora Duncan fotografiada en mayo de 1922, cinco años antes de su muerte. © HENRY GUTTMANN/GETTY IMAGES |
Pocos saben en qué consistió exactamente la
aportación de Isadora Duncan a las artes escénicas, pero muchos recuerdan que
acabó sus días estrangulada por su propio pañuelo.
Al final del verano suele hacer fresco cuando
anochece en la Costa Azul. Eran cerca de las 10 de la noche del 14 de
septiembre de 1927, y en el Paseo de los Ingleses de Niza se escuchaban música
y risas, que era lo que tocaba en aquel lugar y aquellos tiempos de alegre
despreocupación. Un Amilcar CGSS –un automóvil pequeño, con más estilo que
potencia–, se detuvo frente a uno de los elegantes edificios del paseo, y a él
se subió una mujer de cincuenta años, vestida de rojo, con un larguísimo
foulard de seda del mismo color rodeando su cuello y ondeando a su paso.
Aquella dama que se manejaba con ademanes
gráciles y teatrales era Isadora Duncan, la misma que décadas antes había
revolucionado la danza al encontrar una alternativa a los rigores del tutú, las
puntas y los juanetes de las bailarinas clásicas. Sus grandes triunfos
escénicos quedaban muy atrás, y por entonces atraía la atención del público
sobre todo por las excentricidades y la vida disipada que la prensa se
encargaba de airear. El conductor del vehículo respondía al nombre de Benoît
Falchetto; era un joven y atractivo empleado de garaje que deseaba que la
estrella en horas bajas adquiriera un coche como aquel, y que para convencerla
se había ofrecido a llevarla hasta su hotel aquella noche.
Aunque la agenda de Isadora Duncan era otra,
como sugiere la despedida que dirigió a sus amigos mientras el vehículo
arrancaba: “Au revoir, mes amis, je vais à l’amour!” (“¡Adiós, amigos, voy al
amor!”) .
Parece ser que el coche recorrió varios metros
antes de que Falchetto decidiera frenar, alarmado por los gritos de los
viandantes que contemplaron la breve carrera. El vaporoso echarpe, del que se
esperaba que serpenteara como una estela con sublime elegancia, se había
enganchado en los radios de la rueda trasera del automóvil, oprimiendo el
cuello de Duncan hasta estrangularla y arrojando su cuerpo contra la calzada.
Murió casi al instante.
Al principio, el episodio fue narrado con
algunas variantes. Una amiga de Isadora presente en el momento fatal, Mary Desti,
declaró –quizá para atenuar su culpabilidad por haber sido quien regaló el
pañuelo a la fallecida– que sus últimas palabras fueron: “¡Voy a la gloria!”,
omitiendo así cualquier sugerencia de una noche de pasión. Esa fue la versión
oficial hasta que Desti admitió el pequeño embuste. Y durante mucho tiempo se
dijo también que el coche había sido un lujoso Bugatti, en parte porque a todo
mito le convienen los aderezos, en parte porque “Bugatti” era el cariñoso
apelativo que Duncan había asignado al mecánico que tenía la misión de
conducirla hacia el amor
Sea como fuere, el episodio se ha convertido en
uno de los iconos culturales del último siglo. En el apartado “muertes célebres
en la carretera” compite en dura liza con los accidentes que segaron las vidas
de James Dean, Jayne Mansfield y Grace Kelly. Pocos saben hoy en qué consistió
exactamente la aportación de Isadora Duncan a las artes escénicas, pero muchos
recuerdan que acabó sus días estrangulada por su propio pañuelo. Incluso se ha
acuñado un término médico, el “Síndrome Isadora Duncan”, que denomina
precisamente ese tipo de defunción, lo que nos lleva a sospechar que no es tan
inusual como podría pensarse. Hay que reconocer que, como mínimo, se trata de
un final a la altura de una vida excesiva y aparatosa.
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