Supongamos que mandan a un periodista a
cubrir una charla de un autor de prestigio. Supongamos que el tema de la charla
no se toca más que de refilón. Supongamos, también, que para escribir el
artículo echa mano de sus mejores dotes de redacción. Imaginemos, ahora, que
nosotros hemos asistido a la misma charla y al día siguiente leemos ese
artículo, lo que provoca que, en nuestro estado de ánimo, se genere una
reacción en cadena: sorpresa, incredulidad, consternación, auto convencimiento
y, al final, enfado.
Sorpresa, porque con solo cuatro datos, pero
bien distribuidos y en párrafos perfectamente desarrollados, ha expuesto el
tema.
Incredulidad, ya que no se puede expresar
mejor; ha puesto en práctica todas las tácticas narrativas:
Palabras exactas y buena ortografía para
dejar una magnífica impresión.
Ideas organizadas y expresadas de modo claro,
evitando así confusiones y malos entendidos.
Correcta distribución de la información. Una
cosa por frase, párrafos cortos y puntos y aparte bien dispuestos para
distinguir un asunto de otro, un momento de otro.
Después llega la consternación; es imposible
hacerlo mejor:
La información es unitaria. Trata solo de un asunto
que tiene diversas facetas, a modo de poliedro, pero que compone un todo. No se
dispersa en cuestiones diferentes, pues se juega la coherencia.
También es completa, no le falta nada: la
hora y el lugar en que todo ocurrió, su protagonista principal bien descrito,
los detalles de cómo se comportó… Está expresado de una forma natural y
sencilla; hasta alguien con un nivel básico entendería el mensaje.
Y no deja ningún cabo suelto, lo que termina
lo empieza.
Llegados a este punto, aparece el auto convencimiento.
Inmersos como estamos en un endiablado ritmo de vida, pendientes de varias
cosas a la vez, quizá no prestamos atención y solo escuchamos la mitad de la
charla, quizá nos ausentamos mentalmente y el periodista esté en lo cierto. El
recién aceptado neologismo de la posverdad acaba de aparecer en nuestras vidas:
distorsionamos deliberadamente la realidad, a partir de la lectura del
artículo, y nos convencemos de que lo que allí aparece es real y así lo
convertimos en cierto.
Pero nosotros estuvimos allí. El enfado acaba
de hacer su aparición. Sabemos lo que allí se dijo y lo que no, y a renglón
seguido nos entra el pánico cuando caemos en la cuenta de que todavía puede ser
peor, ya que la forma en que lo narra el periodista hace que terceros que no estuvieron
en esa conferencia se lo crean y vivan como verdad indudable algo que es una
pura percepción.
Empate técnico. Ambos sabemos lo que en
aquella charla ocurrió y ambos estamos seguros de ello. Lo dejamos en manos del
narrador googlescente: “porque uno de los primeros deberes del periodista es
informar de manera veraz”. Ah claro. Ahí está el problema.
En este caso hemos utilizado un evento de
carácter cultural, donde no hay en juego nada importante para el espectador.
Pero ¿y si se tratara de una información transcendental para los ciudadanos?
¿Dónde queda la responsabilidad del informador? ¿Dónde está la ética de la
transmisión honesta de los hechos y el rigor en la redacción de una noticia?
Vamos a terminar con unas palabras de Jean
Louis Servan-Schreiber, presidente del grupo periodístico L’Expansión ―revista
de economía francesa fundada por él en 1967―, un especialista en medios de
comunicación y un estudioso de economía aplicada a las empresas de prensa. En
una entrevista a El País afirma:
”… se olvida que lo que importa es el
contenido y la calidad de lenguaje y de estilo. Este problema se hace patente
sobre todo en la prensa escrita: la mayor parte de los periódicos actuales se
editan no para informar, sino para distraer, y es un hecho que cada vez existen
menos periódicos de calidad, que son los propiamente informativos. La
información del futuro sólo puede construirse sobre la calidad de los
profesionales y de los periódicos y del profesionalismo y la honestidad de los
periodistas”.
Y es que, a día de hoy, el poder de la
información está en sus manos.
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