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26 de enero de 2015

El patricio rentable

Miguel Piccini
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Un librito que influyó en mi generación fue Vida y obra de Juan Pablo Duarte. Este texto era lectura obligatoria en clases de historia, incluía un resumen del famoso Ideario y, para deleite de niños y niñas, una ilustración en cada capítulo. Mi favorita mostraba al patricio como niño nórdico, de ojos azules y mejillas sonrojadas, garabateando las primeras letras en compañía de su madre.
Con el tiempo descubrí que aquel grabado idílico, propio de un cuento de Jacob Grimm, no era fiel a su biografía. Doña Manuela Díez, la madre de Juan Pablo, era analfabeta, y para mayor sorpresa, solo existía un retrato auténtico del patricio. Desde entonces, hablar de Duarte me resulta extraño: demasiada ficción entorno a su figura, demasiado oportunista utilizando su nombre.
En estos días de arrebato que vivimos es igual de peligroso no endiosar a Duarte que refutar al extremismo nacionalista. Si haces lo primero, te acusan de «traidor», y si cometes lo segundo, te conviertes en «enemigo». Como resultado, Duarte hoy flota en las aguas de la fábula, alejado de un pueblo que desconoce o no termina de adoptar sus principios.
A medida que las naciones latinoamericanas nacían, alrededor del dirigente independentista se fue tejiendo el mito. La historia reservaría páginas gloriosas a su estrategia política o militar, algunas veces alteradas, otras veces inventadas, pero destacando siempre su mayor virtud: la capacidad de unir fuerzas para configurar un nuevo Estado.
Con Duarte fue peor: su obra quedó a merced de patrioteros y, por efecto, su figura se fue manipulando, transmutando, falseando. Un semidiós sin mácula ni flema. Un idealista plano y aburrido. El niño rubio de mi librito.
Desde un tiempo hacia acá, cada 26 de enero no puedo evitar compadecerme del patricio, pues, aunque fue ideólogo del movimiento independentista, conocedor de las corrientes más liberales de su época y defensor de la unidad racial, su pensamiento político se distorsiona al servicio de intereses partidistas.
Hoy, como cada año, las flores inundarán el Altar de la Patria, veremos funcionarios cantar el himno con manita al pecho, lloverán discursos, advertencias de invasión y los inevitables gritos apasionados. Pero mañana, cuando el fervor patriótico cese y las últimas hordas «duartianas» regresen de la playa, Duarte volverá al lugar de siempre: ese rinconcito del cajón destinado a la bandera.

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