Miguel Piccini
Un librito que
influyó en mi generación fue Vida y obra de Juan Pablo Duarte. Este texto era
lectura obligatoria en clases de historia, incluía un resumen del famoso Ideario
y, para deleite de niños y niñas, una ilustración en cada capítulo. Mi favorita
mostraba al patricio como niño nórdico, de ojos azules y mejillas sonrojadas,
garabateando las primeras letras en compañía de su madre.
Con el tiempo
descubrí que aquel grabado idílico, propio de un cuento de Jacob Grimm, no era
fiel a su biografía. Doña Manuela Díez, la madre de Juan Pablo, era analfabeta,
y para mayor sorpresa, solo existía un retrato auténtico del patricio. Desde
entonces, hablar de Duarte me resulta extraño: demasiada ficción entorno a su
figura, demasiado oportunista utilizando su nombre.
En estos días de
arrebato que vivimos es igual de peligroso no endiosar a Duarte que refutar al
extremismo nacionalista. Si haces lo primero, te acusan de «traidor», y si
cometes lo segundo, te conviertes en «enemigo». Como resultado, Duarte hoy
flota en las aguas de la fábula, alejado de un pueblo que desconoce o no
termina de adoptar sus principios.
A medida que las
naciones latinoamericanas nacían, alrededor del dirigente independentista se
fue tejiendo el mito. La historia reservaría páginas gloriosas a su estrategia
política o militar, algunas veces alteradas, otras veces inventadas, pero
destacando siempre su mayor virtud: la capacidad de unir fuerzas para
configurar un nuevo Estado.
Con Duarte fue peor:
su obra quedó a merced de patrioteros y, por efecto, su figura se fue
manipulando, transmutando, falseando. Un semidiós sin mácula ni flema. Un
idealista plano y aburrido. El niño rubio de mi librito.
Desde un tiempo hacia
acá, cada 26 de enero no puedo evitar compadecerme del patricio, pues, aunque
fue ideólogo del movimiento independentista, conocedor de las corrientes más
liberales de su época y defensor de la unidad racial, su pensamiento político
se distorsiona al servicio de intereses partidistas.
Hoy, como cada año,
las flores inundarán el Altar de la Patria, veremos funcionarios cantar el
himno con manita al pecho, lloverán discursos, advertencias de invasión y los
inevitables gritos apasionados. Pero mañana, cuando el fervor patriótico cese y
las últimas hordas «duartianas» regresen de la playa, Duarte volverá al lugar
de siempre: ese rinconcito del cajón destinado a la bandera.
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