RAFAEL PERALTA ROMERO
rafaelperaltar@gmail.com
Las enfermedades tocan a todas las personas,
pero muestran particulares distinciones. Unas prefieren como su blanco a la
infancia mientras otras se inclinan por el adulto de edad promedio. Otros males esperan que el humano haya
cumplido sus roles (familia, empresa, profesión) y se apreste para el merecido
esparcimiento.
Los quebrantos de salud también asumen inclinaciones en atención de los niveles de desarrollo económico y social de los
países, así tenemos males de países
pobres y males de países ricos. El cólera, por ejemplo, está signada como
enfermedad de países pobres, y de persona que vive en el abandono y carencias
de elementos vitales.
En un país rico habita gente pobre, pues los
desposeídos les son necesarios a los afortunados. En países de escaso
desarrollo (económico, social, educativo) vive una clase poderosa, dueña de los
bienes de producción e incluso de bienes espirituales como las bellas artes.
Allí las enfermedades han de discriminar sus víctimas.
La peste más igualitaria de todos los
tiempos, la menos dada a establecer
diferencias, ha sido el coronavirus,
ocasionante de la enfermedad covid-19,
la cual ha provocado cerca de veinte mil muertes en el mundo, diez de ellas en
nuestro país. Si los decesos aparentan
ensañamiento con unos países ha sido por las actitudes de pueblos y
gobiernos.
El terrible virus vino –o lo enviaron- para
sacudir el mundo. Zarandear, mejor. Tres meses atrás, ¿quién podía vaticinar,
sin que se les riesen en la cara, la detención del aparato productivo
universal, de la burocracia, de los
sistemas educativos, del espectáculo? Hasta el intenso Comité Olímpico
Internacional tuvo que cambiar su cita de Tokio 2020.
¿Quién podía prever la muerte o contagio de forma tan simple de ricos,
famosos y encumbrados, por una neumonía o “una simple gripecita”, como la tildó
el irresponsable presidente de Brasil, Jair Trump o Donald Bolsonaro? La
sociedad humana a nivel mundial afronta
una gran encrucijada, ¿qué hacer ante enemigo tan poderoso y por demás
invisible?
Nadie
puede saber cuántas personas se
agregarán a la funesta estadística. Ninguna nación escapará al resentimiento de su economía ni a
los traumas síquicos de su población. En estos días ha repercutido en mi
memoria la canción “Así tan
sencillamente”, escrita por René del Risco Bermúdez, poeta dominicano, y que cantaba Sonia Silvestre:
“…desnudo voy en mi viaje, ningún ropaje
llevo conmigo, / el infinito es mi amigo, morir nos hace a todos iguales, /
perdemos todas las puertas, / perdemos todas las llaves, / ya no valen las
apuestas…/ la muerte nos hace iguales…”.
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