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17 de marzo de 2020

LA OTRA HERENCIA INTOCABLE DEL REY JUAN CARLOS


El rey Felipe VI ha renunciado a la herencia de su padre. ¿Qué pasará ahora? ¿Cómo afectará esto al rey Juan Carlos y a su imagen y a la de su reinado? Seguramente, lo mismo que siempre: nada.
POR DAVID LÓPEZ CANALES –VANITY FAIR
El rey Juan Carlos con el entonces príncipe Felipe el 29
de junio de 1978, en el palacio de la Zarzuela. EFE/
LAFOTOTECA.COM
Este domingo es un día histórico en España. Y no solo por el estado de alarma. Sino por otro estado de alarma que ha saltado en el interior del palacio de la Zarzuela, donde lleva días cociéndose a fuego lento una crisis paralela a del COVID-19, por otro virus que se ha larvado entre los muros del palacio durante décadas y que hoy ha sido reconocido por primera vez por la Casa Real: el de los negocios irregulares del rey Juan Carlos. Y entiéndase ese negocios irregulares, aquí en este texto y en cualquiera que lo lean por ahí, como un simple eufemismo de algo que en realidad es mucho más complicado de nombrar y de definir, entre otras cosas, por las implicaciones legales que podría tener, y más que nada porque supuestamente el rey era solo rey, que ya era mucho, y negocios no había tenido nunca.
Hoy la Casa Real ha emitido un comunicado muy duro con el que el rey Felipe se desmarca de su padre Juan Carlos. Para que lo entendamos todos mejor un día como hoy: se aísla de él y lo pone en cuarentena. Y lo hace, en primer lugar, renunciando a la herencia que le pudiera corresponder cuando fallezca. En segundo, castigándolo quitándole su asignación de los presupuestos de la Casa. Una medida simbólica, porque alguien que supuestamente puede donar 65 millones de euros a una amiga íntima no necesita un sueldo de 200.000 euros, pero pública y, de alguna manera, vergonzante. Y en tercero, y ahí radica lo más importante, evidenciando así, con esas acciones, por primera vez esas supuestas irregularidades del rey emérito, esas finanzas opacas y esa fortuna siempre rumoreada y siempre desmentida desde la casa.
La Casa Real ha respondido así a las noticias que durante las dos últimas semanas han aparecido sobre fondos en el extranjero en los que los presuntos beneficiarios finales eran el rey Juan Carlos y el rey Felipe. Y lo ha hecho porque ni siquiera la pandemia del coronavirus (qué nombre tan apropiado también para esta crisis en palacio) ha podido canibalizar la actualidad como para que no trascendieran estas noticias, transmitidas, cadena de contagio aquí también, desde la prensa extranjera a la española. Hasta el punto de que en la Casa Real, donde han callado durante años, finalmente han decidido actuar.
Pero, ¿qué pasará ahora? ¿Y cómo afectará esto al rey Juan Carlos y a su imagen y a la de su reinado? Seguramente, lo mismo que siempre: nada. Porque nunca pasa nada. Pensemos en el monarca, pero para ello no olvidemos la historia.
Ni batallas, ni matrimonios ni alianzas. Nada ha definido mejor a los reyes españoles que una palabra, un adjetivo: el apodo con el que quedaron congelados en los libros de Historia. El sobrenombre con el que se definió y se sigue definiendo sus personalidades y sus reinados. Desde Felipe II El prudente, moderado en tiempos de crisis, pasando por Carlos II El Hechizado, físicamente raquítico y enfermizo supuestamente por un embrujo que no era sino el deterioro genético de los sucesivos matrimonios consanguíneos en la familia real, o por Felipe IV El Pasmado, evidente con sólo ver los selfies que le pintó Velázquez. Así, Juan Carlos I, Borbón, nacido en Roma en 1938, en el exilio italiano de la Familia Real tras la proclamación de la Segunda República, rey de España durante cuatro décadas (1975-2014) debería pasar a los libros como El campechano.
Pocos adjetivos se repitieron más durante sus cuatro décadas en el trono que ese, para definir el carácter de un rey al que la realidad, la propaganda oficial y la autocensura de los medios de comunicación y los partidos políticos convirtieron durante años y años de cara a la opinión pública en un monarca sin capa de armiño ni corona, bromista, de buen carácter, sencillo en el trato, aficionado al vino, al fútbol, a la vela y sobre todo, sobre todo, sobre todo, a las mujeres. Como pocas cosas se repitieron más, siguiendo ese símil de la vela, que fue el capitán, el patrón, que guió a España desde la Dictadura a la Transición, que trajo la Democracia a España y que la salvó la infausta noche del 23 de febrero de 1981. El monarca que impulsó la modernización del país, la entrada en la Unión Europea y la consolidación de la monarquía. Y eso no ha dejado de repetirse. Y casi nadie decía otra cosa de él ni se salía de ese discurso oficial, de esa agit-prop.
Hasta que el 14 de abril de 2012, parodiando el conocido relato de Augusto Monterroso, la monarquía española se levantó y el elefante seguía ahí. Aquel día, una fractura de cadera por una caída y una operación de urgencia desvelaron que el rey Juan Carlos, con el país con su tasa más alta de paro, en plena crisis y con Zarzuela sacudida ya por el escándalo de los negocios ilegales de su yerno, Iñaki Urdangarin, participaba en una lujosa cacería de elefantes en Botsuana. Y que lo hacía además acompañado por una misteriosa mujer con título de princesa, Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Aquel fue el trueno final que desató una tormenta perfecta de dos años que acabó en abdicación. Pero no afectó a realmente a su imagen ni a la de su reinado. Juan Carlos seguía siendo El Campechano. Juan Carlos I seguía siendo exclusivamente el estadista que patroneó la Transición.

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