El rey Felipe VI ha renunciado a la herencia de su padre.
¿Qué pasará ahora? ¿Cómo afectará esto al rey Juan Carlos y a su imagen y a la
de su reinado? Seguramente, lo mismo que siempre: nada.
POR DAVID LÓPEZ
CANALES –VANITY FAIR
El rey Juan Carlos con el entonces príncipe Felipe el 29 de junio de 1978, en el palacio de la Zarzuela. EFE/ LAFOTOTECA.COM |
Este domingo es un día histórico en España. Y no solo por
el estado de alarma. Sino por otro estado de alarma que ha saltado en el interior
del palacio de la Zarzuela, donde lleva días cociéndose a fuego lento una
crisis paralela a del COVID-19, por otro virus que se ha larvado entre los
muros del palacio durante décadas y que hoy ha sido reconocido por primera vez
por la Casa Real: el de los negocios irregulares del rey Juan Carlos. Y
entiéndase ese negocios irregulares, aquí en este texto y en cualquiera que lo
lean por ahí, como un simple eufemismo de algo que en realidad es mucho más
complicado de nombrar y de definir, entre otras cosas, por las implicaciones
legales que podría tener, y más que nada porque supuestamente el rey era solo
rey, que ya era mucho, y negocios no había tenido nunca.
Hoy la Casa Real ha emitido un comunicado muy duro con el
que el rey Felipe se desmarca de su padre Juan Carlos. Para que lo entendamos
todos mejor un día como hoy: se aísla de él y lo pone en cuarentena. Y lo hace,
en primer lugar, renunciando a la herencia que le pudiera corresponder cuando
fallezca. En segundo, castigándolo quitándole su asignación de los presupuestos
de la Casa. Una medida simbólica, porque alguien que supuestamente puede donar
65 millones de euros a una amiga íntima no necesita un sueldo de 200.000 euros,
pero pública y, de alguna manera, vergonzante. Y en tercero, y ahí radica lo
más importante, evidenciando así, con esas acciones, por primera vez esas
supuestas irregularidades del rey emérito, esas finanzas opacas y esa fortuna
siempre rumoreada y siempre desmentida desde la casa.
La Casa Real ha respondido así a las noticias que durante
las dos últimas semanas han aparecido sobre fondos en el extranjero en los que
los presuntos beneficiarios finales eran el rey Juan Carlos y el rey Felipe. Y
lo ha hecho porque ni siquiera la pandemia del coronavirus (qué nombre tan
apropiado también para esta crisis en palacio) ha podido canibalizar la
actualidad como para que no trascendieran estas noticias, transmitidas, cadena
de contagio aquí también, desde la prensa extranjera a la española. Hasta el
punto de que en la Casa Real, donde han callado durante años, finalmente han
decidido actuar.
Pero, ¿qué pasará ahora? ¿Y cómo afectará esto al rey
Juan Carlos y a su imagen y a la de su reinado? Seguramente, lo mismo que
siempre: nada. Porque nunca pasa nada. Pensemos en el monarca, pero para ello
no olvidemos la historia.
Ni batallas, ni matrimonios ni alianzas. Nada ha definido
mejor a los reyes españoles que una palabra, un adjetivo: el apodo con el que
quedaron congelados en los libros de Historia. El sobrenombre con el que se
definió y se sigue definiendo sus personalidades y sus reinados. Desde Felipe
II El prudente, moderado en tiempos de crisis, pasando por Carlos II El
Hechizado, físicamente raquítico y enfermizo supuestamente por un embrujo que
no era sino el deterioro genético de los sucesivos matrimonios consanguíneos en
la familia real, o por Felipe IV El Pasmado, evidente con sólo ver los selfies
que le pintó Velázquez. Así, Juan Carlos I, Borbón, nacido en Roma en 1938, en
el exilio italiano de la Familia Real tras la proclamación de la Segunda
República, rey de España durante cuatro décadas (1975-2014) debería pasar a los
libros como El campechano.
Pocos adjetivos se repitieron más durante sus cuatro
décadas en el trono que ese, para definir el carácter de un rey al que la
realidad, la propaganda oficial y la autocensura de los medios de comunicación
y los partidos políticos convirtieron durante años y años de cara a la opinión
pública en un monarca sin capa de armiño ni corona, bromista, de buen carácter,
sencillo en el trato, aficionado al vino, al fútbol, a la vela y sobre todo,
sobre todo, sobre todo, a las mujeres. Como pocas cosas se repitieron más,
siguiendo ese símil de la vela, que fue el capitán, el patrón, que guió a
España desde la Dictadura a la Transición, que trajo la Democracia a España y
que la salvó la infausta noche del 23 de febrero de 1981. El monarca que
impulsó la modernización del país, la entrada en la Unión Europea y la
consolidación de la monarquía. Y eso no ha dejado de repetirse. Y casi nadie decía
otra cosa de él ni se salía de ese discurso oficial, de esa agit-prop.
Hasta que el 14 de abril de 2012, parodiando el conocido
relato de Augusto Monterroso, la monarquía española se levantó y el elefante
seguía ahí. Aquel día, una fractura de cadera por una caída y una operación de
urgencia desvelaron que el rey Juan Carlos, con el país con su tasa más alta de
paro, en plena crisis y con Zarzuela sacudida ya por el escándalo de los
negocios ilegales de su yerno, Iñaki Urdangarin, participaba en una lujosa
cacería de elefantes en Botsuana. Y que lo hacía además acompañado por una
misteriosa mujer con título de princesa, Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Aquel
fue el trueno final que desató una tormenta perfecta de dos años que acabó en
abdicación. Pero no afectó a realmente a su imagen ni a la de su reinado. Juan
Carlos seguía siendo El Campechano. Juan Carlos I seguía siendo exclusivamente
el estadista que patroneó la Transición.
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