Juan Hernández Inirio
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El ataque al semanario francés Charlie Hebdo, perpetrado el 7 de enero de 2015 por fundamentalistas musulmanes, y que dejó un saldo de doce muertos y cuatro heridos, ha causado el repudio de la comunidad
internacional -incluso de países donde el Islam es la religión oficial-, pero también ha suscitado reflexiones encontradas sobre el tema de la libertad de expresión. Se trata de un periódico satírico en el que se habían publicado caricaturas del profeta Mahoma, en un tono burlesco. De hecho, su primera tirada después del atentado fatal, muestra en la portada al profeta con el lema “Yo soy Charlie”, que se hizo célebre durante las manifestaciones en París y en todo el mundo, en rechazo al atentado. Esta nueva publicación dio como resultado protestas en contra de la revista en diferentes países como Níger-donde hubo diez muertos-, Pakistán y otras naciones de África y del Medio Oriente.
No es la primera vez que el radicalismo religioso hace correr ríos de sangre. Y siendo más realista que pesimista, quizá no sea la última. La intolerancia no es exclusiva del Islam. En todo credo religioso y político, hay prosélitos que entienden que sus convicciones son tan sagradas, que quien no las comparte merece la muerte, el ostracismo, el infierno o el más simple menosprecio. Tampoco todos los musulmanes ven el mundo desde la óptica de la guerra santa. Se trata de una fe compartida por aproximadamente 1,200 millones de personas, a la que cada alma le da una interpretación particular, obviamente dentro de los parámetros de su texto sagrado, el Corán. Creo que cualquier persona lúcida puede comprender que si la cosmovisión de todo musulmán fuera asesinar a quien piensa distinto, se habría acabado ya la humanidad, considerando que es una religión que nació en el año 622 de nuestra era.
El artículo 19.º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, señala la libertad de expresión como un derecho humano. Aún falta terreno por conquistar, pero esta prerrogativa cada vez es más universal, conforme se han ido desmoronando los aparatos dictatoriales en todo el mundo. La democracia, con todos sus defectos y debilidades, permite la disidencia. El totalitarismo desparece gradualmente del escenario de la humanidad, con algunos países donde todavía la liberación es un sueño frustrado. En República Dominicana, por ejemplo, donde aún la democracia no ha comportado un avance económico de importancia, usamos como nos venga en gana las plataformas periodísticas, literarias, artísticas o una cotidiana conversación en cualquier lugar, para pregonar nuestro parecer sobre cualquier tema. Tenemos derecho a la palabra, aunque no se nos tome en cuenta en la toma de decisiones. ¿Quién hubiera osado maldecir al gobierno en tiempos del trujillismo?
Ese derecho a la libre difusión del pensamiento, no puede de ninguna manera violar el derecho de los demás. La censura, inaceptable; la vejación, detestable. ¿Violó el periódico Charlie Hebdo el derecho de los musulmanes a su fe? ¿Se les ha impedido la libertad de culto? ¿La mofa a esta religión o a cualquier otra, merece como castigo la muerte?
Toda libertad tiene un límite, pero no puede determinarlo el fanatismo. Estoy convencido de que la prensa mundial tiene debilidades éticas.
Difaman, abusan de su poder mediático para inclinar, según sus intereses, la balanza de la opinión pública. Sin embargo, en la democracia también convergen el trigo y la cizaña. A la luz de la razón y del debate de las ideas, no veo a quien me contradice como un provocador, sino como un interlocutor. Claro, para quienes se creen dueños de la verdad absoluta, ya todo está escrito. Y si hay algo más que añadir, según ellos, se escribirá con la tinta del odio.
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