29 de febrero de 2020

Valle-Inclán y el esperpento hispánico

Categoría (El libro y la lectura, El mundo del libro, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 27-02-2020 -Extracto-
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La figura de Valle-Inclán (1866-1936) ha sido y sigue siendo objeto de reiterada polémica. Su nombre está envuelto en fábulas y maquinaciones que él mismo ayudó a crear con su extravagante atuendo y su carácter ambivalente. Manuel Azaña, que lo conoció bien, declaraba en un artículo publicado en la revista La Pluma (1923) bajo el título titulado El secreto de Valle-Inclán: “Hay un Valle-Inclán colérico y otro maldiciente; hay un Valle-Inclán arriscado, temerario, y otro piadoso y recoleto. Si por ciertos atisbos fidedignos no se barruntara en Valle-Inclán la humanidad compasible y fatigada donde yacemos todos, pudiera creerse que no existe íntimamente, que sólo es una máquina de acuñar piezas para el público”.
Tanto su carácter excéntrico como su comportamiento instintivo dieron pie a numerosas especulaciones sobre su persona, afirmaciones temerarias o simple fabulación que, con el paso del tiempo, se han inflado como una bola de nieve, para crear una imagen distorsionada que ha servido para elaborar abundantes biografías con muy pocas aportaciones y ninguna verificación de datos, como la que escribió Ramón Gómez de la Serna, dentro de sus Retratos Contemporáneos (editorial Sudamericana, 1941), llena de dislates, anécdotas y entelequias, a pesar de haberle tratado muy poco, según palabras de su nieto en la biografía de su abuelo (Ramón del Valle-Inclán. Genial, antiguo y moderno, Joaquín del Valle-Inclán, Espasa, 2015).
Pero esa percepción que sus coetáneos tenían de él no era caprichosa. Su actitud petulante y una ubicua egolatría le acompañaban por doquier, como contraseña de su identidad. Pretendía ser el centro de cualquier reunión y lo lograba casi siempre con su oratoria mordaz y su forma de hablar imperativa. Era presidente de muchas de las tertulias que frecuentaba y ocupó diversos cargos directivos en las instituciones a las que se afiliaba.  La idea era clara: para triunfar como escritor, tienes que llamar la atención, conseguir que tu nombre ocupe los titulares de la prensa y que la gente hable de ti.
Eso provocó la aparición de un holgado anecdotario, a menudo distorsionado, que él nunca refutó. Los innumerables retratos que recibió de los intelectuales que le conocieron tampoco fueron benévolos. Pío Baroja lo describe así en sus Memorias: “Al principio, el aspecto de Valle-Inclán y sus melenas produjeron un tanto de irritación en la gente. Pero sus teorías y sus primeros escritos gustaron al público y se le alababa incondicionalmente. Hasta por su físico tuvo sus alabanzas”. Es curioso este espejismo, prosigue Baroja: “Valle-Inclán no era de cara bonita, ni mucho menos; tenía restos de escrófula en el cuello. La nariz, un poco de alcuza; los ojos, turbios e inexpresivos; la barba, rala y deshilachada, y la cabeza, piriforme, y, sin embargo, para muchos era como un gigante y hasta como un Apolo”.

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