Miguel D. Mena
cielourbano@googlemail.com
Los anaqueles vaciándose, una
mesa con superofertas, libros manoseados durante años y no vendidos, sí, porque
siempre hay un ejemplar que no compras pero que sabes que está ahí, como un
primo o un cuadro o un juego de tasas, fijo en su espacio, inamovible, cómplice
de una memoria, de lo poco o mucho que has crecido.
Hay librerías que son como un
acuario en el que surgiste y luego saltaste. Pienso la Libreía Mateca. Ahí
conseguiste el primer Walt Whitman, alguna edición barata de Nietzsche y
descubriste a Pessoa y a Levinas. Luego fuiste creciendo con nuevos nombres,
portadas, títulos. Cada sábado los ocho pasos entre esos estantes eran tan
intensos como los de un Zeppelin sobre Nueva York o un concierto de Bach
interpretado por la Landowska o por Gould. Aquellos espacios se convertían en
tu piel sabatina, uno de recarga para el resto de la semana o de la vida, la
alegría de un texto que adquirías con la pasión de un niño y que nuevas flores
kitsch se abriesen en tu dormitorio. Las buenas librerías siempre han tenido
esa capacidad de rebajarte los años, de devolverte a esa condición de simple
ser en un jardín zen, de alivianarte entre pequeños saltos de alegría, porque
tendrás bien claro que hay palabras que salvan, casas que de repente salen de
amarillentadas páginas –sean de Porrúa, Fondo de Cultura o de Losada- y te
instalan en las bondades de sus patios recién llovidos. Digo buenas librerías
porque dentro de ellas está el librero, el ayudante, algún ser con quien al
conversar, alguien que sabes que te está regalando cosas hermosas.
Al principio de los libros de
Santo Domingo estaba don Julio Postigo y su mítica Librería Dominicana en las
Mercedes. En el centro del local, un gigante estante giratorio con cientos de
libros de la Colección Austral. Antes y después, Nuevos Testamentos de
"Gideon", gratis. Al fondo, las publicaciones de la Revista de
Occidente, los recuerdos de La Poesía Sorprendida, o conversar con el poeta
Francis Mieses Burgos mientras se convocaba al poeta André Breton, fugaz
contertulio en una no menor fugaz librería.
Un par de esquinas al este, en
la Meriño con Vicente Celestino Duarte, Casa Weber era el refugio de los
místicos y los revolucionarios. Don Rodolfo Weber, poeta que merece ser
releído, hacía y deshacía desde su mecedora, con esa alegría por hablarte de alguna
novedad de su sello editorial, con esa bondad única suya. Entre los libros
místicos de Kier y de Ediciones Infinito, estaba la Colección 70 y naturalmente
los de Espasa Calpe. Cuando ya no se podía importar libros desde Argentina o
México, don Rodolfo comenzó a poner los suyos. En medio de tantos ajetreos,
publicaciones, libros autopublicados y viajes a San Pedro de Macorís, don
Rodolfo se nos fue por ahí.
Al sur, la calle Arzobispo
Nouel era la calle de las librerías. El sol salía en el Instituto del Libro.
Aquellos viejitos, valencianos, los Escofet Hermanos, al fondo, siempre
conversando en catalán, nos brindaban el más amplio espacio librero del Santo
Domingo de los 70.
En la esquina, en la Nouel con
Espailla, estaba la Librería Nacional, con aquel techo tan hermoso y las
relucientes publicaciones de Editorial Progreso, recién salvadas de los férreos
controles aduaneros de los Doce Años de Balaguer. Conversar con Franklyn Franco
era una delicia.
En nuestra particular Vía
Dolorosa de los sábados teníamos que pasar entonces por la Central de Libros,
de Ramón Grullón, tal vez el editor más fiero de aquellos años, donde los
libros se confundían con hermosas artesanías.
Luego teníamos que movernos
dos esquinas al este, a la Nouel con Sánchez, donde la Librería América nos
ofrecía sus laberintos, las manos sucias con las que todos salíamos, porque los
libros se mantenían así, como ejércitos de terracotas sufriendo las
inclemencias de la borrasca. Ahí estaba Pedro Bisonó, quien a pesar de ser
Testigo de Jehová tenía de todo lo bueno y raro dentro de esos anaqueles, con
precios puestos en lápiz, corrigiéndose, borrados y reescritos, porque "la
vida mande que puebles esos caminos", como diría Pedro Mir. (Acento.com.do)
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