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4 de octubre de 2013

El león y la víbora

Rafael Peralta Romero
rafaelperaltar@hotmail.com
Rafael Peralta Romero
 Alguna vez llegó a una localidad un león que andaba muy hambriento, su piel  no mostraba  ningún brillo y  las costillas podían contársele bajo  el pelo lanoso. Este  felino  había deambulado por zonas inhóspitas donde la subsistencia  le había resultado difícil, pero cuando arribó a aquel  lugar sintió el feliz presentimiento de que le iría muy bien.
La gente no mostró todo el temor que debe provocar la presencia de una fiera de similar condición, pues el león  se presentó con un discurso suave en el que promovía la idea de que era vegetariano. “¿León vegetariano?”,  se preguntaron los más astutos, pero se confiaron en él. Desaparecieron  rebaños y con ellos los pastores.
El león creció, mudó de piel, erigió grandes guaridas y sometió a su orden a todos los vecinos. Los dientes y las uñas  fueron cada vez más  fuertes y filosos. En torno a él, los demás vivientes hacían rondas para  expresarle  simpatía, aunque en realidad era temor a  posibles  ataques de la bestia. Otros aprovechaban los restos cuando el león devoraba un animalito.
Todos  elogiaban sus condiciones: exaltaban su bravura,  destacaban  la pertinencia de sus actos y el largo alcance de su rugido.  Entre sus secuaces, unos querían tener cola de león; otros, diente de león; algún grupo prefería patas de león, mientras  los más se conformarían con la melena. Bueno era tener algo suyo.
Como se sentía seguro de poseerlo todo, de dominarlo todo y  de postrar ante sí a todos, el león dio alguna tregua y lucía como  dormido o ajeno a los sucesos de su entorno.  Pero un ruido desagradable a sus oídos lo molestó, el león se lanzó a rugir y la gente se asustó. Corrieron hacia  un lado, pero encontraron que por ahí andaba una peligrosa  víbora, y aumentó el temor.
Un hombre abrió la Biblia para leer el salmo 90.  Y comenzó: “El que habita al amparo del Altísimo / y mora a la sombra del Todopoderoso, / diga a Dios: Tú eres mi refugio y mi ciudadela, / mi Dios, en quien confío”.  Pero el león siguió rugiendo. Y lo hacía con ostentación, mientras  el pavor se difundía a similar ritmo que el rugido.
El hombre confiaba en aquellas palabras, aseguraba  que Dios le enviaría ángeles  que lo protegerían, aun cayeran mil a su izquierda y diez mil a su derecha. Leyó con mayor entusiasmo y seguridad, entonces vinieron otros hombres y también mujeres a escuchar la lectura y a hacer suya la confianza que de ella emanaba.

Lo que más le entusiasmó fue esto: “Pisarás sobre áspides y víboras y hollarás al leoncillo y al dragón”.

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