Por Juan
Freddy Armando
Esta
tarde he pensado
escribirle
un poema a mi madre.
No sé por
dónde empezar.
Ignoro si
sus manos
callosas
de cortar telas
en frías
madrugadas
merecen
más que sus pies,
que
subieron montañas
conmigo en
su vientre,
mis dos
hermanos en brazos
y los
otros en el pensamiento.
No sé si
decidirme por sus ojos,
gastados
por la aguja
que
ensartar ya no puede,
o por sus
brazos
que han
luchado tanto
con el
jabón y la ropa y el agua y la batea
y el Ace
y Cloro Ajax.
Tal vez
deba dar preferencia
a sus
arrugas que yo no quería ver nunca,
porque
era partidario del deseo de eternidad
para la
tersura de su piel,
y creía
firmemente
en la
juventud perenne de mi madre.
Pero
dolorosamente era falsa esa filosofía,
pues las
madres se acaban,
son de
materia orgánica
y tienen
una deuda a plazo fijo
con las
agujas del reloj.
Se
resquebraja en ellas
el
principio de conservación de la materia,
y de
repente nada se crea,
todo se
pierde,
todo se
transforma en su cara.
Empieza
la piel a sobrar en los párpados,
se
acurruca la frente
y se
recuestan las arrugas en sus uñas,
se cansa
el pómulo,
y huyendo
a la juventud,
unas
patas de gallo empiezan a arañar
la sien
que amo en mi madre.
En su
rostro inicia una olimpíada
de pestañas
tras los párpados,
de cejas
tras la frente,
de frente
tras cabellos
que se
rinden y pierden su color.
Mi madre
ha peleado fieramente
para no
dejar ir su juventud,
y sus
hijos queremos retenerla,
la
materia se va, pero no el alma,
aunque en
la batalla este o aquel diente
haya
perdido
y fuerza
en el esfuerzo de su abrazo.
Y esta
tarde en que no llueve
ni hace
frío
ni es su
cumpleaños
ni ha
ocurrido nada que no sean estos versos,
he
pensado en la mujer
que lloró
para que yo viviera.
Esta
tarde neutra, sin sol radiante,
ni un 24
de octubre
que
comprometa el verbo,
no sé a
qué parte de mi madre
debo
ahora cantarle,
si
olvidarme de su cuerpo
y por su
nombre llegar hasta su alma
y decirle
mamá, mamá, mamá,
como si
hubiese olvidado todo lo que sé,
para que
ella volviera
a
enseñarme el castellano,
y la
mirara joven y eterna
y oírla
pidiéndome que no escriba a la zurda,
que eso
está prohibido.
La verdad
que no sé,
no sé qué
hacer para lograr este poema,
y
quisiera, Rafaela Amparo,
decirte
que te quiero tanto como a mi madre,
y te lo
dijera,
si no
fueras tú mi madre misma.
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