Rafael Peralta Romero |
Rafael Peralta Romero
Una mujer –extranjera, por demás- de visita en la vivienda de una familia dominicana, no ocultó, al salir al patio, la extrañeza que le produjo una concentración de gallos que se soleaban, unos al resguardo de un rejón y otros atados a una soguita amarrada a su vez de una estaca.
Con tantos ejemplares garbosos ante sus ojos, aquella mujer fijó su mirada en uno desplumado –no tusado-, tuerto, sin cola y con un ala más corta que la otra. Su escasa relación con la cultura gallística le incrementó el asombro. Pero no lo ocultó.
Preguntó por qué tanta diferencia entre ese guiñapo y aquellos otros integrantes de la traba, elegantes, bien recortados, de plumas lustrosas y piel rojiza. “Ese gallo es la mona”, le respondieron, y simuló que entendía. La mona es un ex gallo. Es como un soldado que ha desertado y conserva harapos de su uniforme.
No es el retiro más decoroso para un guerrero, que eso es el gallo de lidia, ya que su fin en la vida es contender. Pelea hasta consigo si se encuentra frente a un espejo. Su dueño lo quiere para eso. Negarse a combatir puede acarrearle un destino nada halagador.
Rara vez habrá nueva oportunidad para el gallo pacifista, pues pesa sobre él la pena de muerte para terminar en la olla, o mejor, en la mesa. Pero si sobreviviere, el gallo cobarde se arriesga a descender a la condición de mona, con lo que pierde su estatus de verdadero gallo.
Un gallo de lidia es sometido a un entrenamiento similar al de un boxeador: alimentación equilibrada, limpieza corporal, peso controlado. A esto se suma un plan intenso de ejercicios, que en la jerga gallística se llama traqueo. Para esto se usa la mona. El entrenador (trabero) la mueve de un lado a otro y tras ella corre el atleta emplumado.
Es como el “sandbag” del boxeo. Pero con la gran diferencia de que se trata de un objeto animado, viviente y sufriente, que ha de soportar tanto escarnio como consecuencia de un acto impropio, ya fuese un titubeo frente al enemigo o un mal desempeño en el campo de batalla. La mona purga una pena.
Por eso el infeliz luce siempre desmejorado y abatido. No es dueño de sí, se ha desvalorizado, sólo por su menoscabo ha de llamar la atención. Es un gallo, pero es como si no lo fuera. Va muriendo y no lo sabe, ha perdido lo principal: disposición para la beligerancia.
La mona no está en capacidad de hacerle la ronda a una gallina, pero tampoco ninguna se dejaría cubrir de ese despojo. Debería ser un macho, mas es un machuelo. Ha perdido sus derechos y su valor. Hasta su alimentación difiere de la del resto de la traba. Le dan cualquiera cosa, más si es sobrante.
La mona es, en definitiva, un gallo que ha perdido la dignidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario