28 de febrero de 2022

Viejos generales como legisladores

 Marino Vinicio Castillo R.

Santo Domingo, LD.- Tenía apenas treinta años en el ´61 y me vi arrastrado al río tormentoso de sus acontecimientos.  Sesenta y ocho días antes del treinta de mayo conocí a Trujillo en mi pueblo y hablé con él menos de tres minutos, que sirvieron para decirme de “su interés en conocerme”; de que “sabía de mi prometedor ejercicio como abogado” y la posibilidad de que “sirviera una posición en el gobierno”. Me habían convocado al mediodía desde la Gobernación para que estuviera en el Club Esperanza porque vendría desde Santiago.

Dos días después, ya era diputado. Se trataba de un difícil rediseño del Congreso para enfrentar los rigores de las Sanciones impuestas en ocasión de su intento sangriento de eliminar al presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt. Patadas de ahogado desde el poder omnímodo, que lo llevaron a poblar de otros muchos jóvenes sus Cámaras Legislativas.

Pero bien, mi interés de hoy es recordar una práctica que me impuse de ir, bien temprano, a la Cámara para sentarme a oír viejos generales de Trujillo, que allí permanecían convertidos en legisladores.

Antes del día 30 de Mayo eran parcos, pero después se tornaron locuaces y fue esta fase muy interesante; había muerto y podían hablar entre ellos, sin excluir al joven legislador grávido de curiosidad en oírles.

Confieso que aprendí cosas del Régimen que no he visto en los libros escritos a partir de la fecha. Ahí comencé a conocer de sus vínculos y azares en el trato con aquel hombre que asumían con una lealtad como si fuera una fuerza de la naturaleza.

Voy a citar sólo dos episodios, entre otros interesantes. El General Federico Fiallo contó, a petición del General Cocco, lo siguiente: “Trujillo me instruyó que fuera a Haití; utilicé un avioncito que estaba en Mango Fresco, donde había aterrizado Lindbergh cuando Horacio.”

Me dijo: “Te está esperando una gente que tienen el lugar que tú sabes. Nadie puede saber de esto, una carta; ni la Embajada debe saber de tu presencia.”

Al regresar, en la nochecita, por poco me caigo. No tenía luz y un camioncito la dio para bajar. Estaba él solo, con Ciprián, Larguito.  ¿Trajiste algo? Por eso me dilaté esperando esta carta.” Me dijo: “Ya tú sabes, que nadie lo sepa.”

Al otro día me ordenó verle y por cosas que me dijo me di cuenta de que venía algo gordo. El General Cocco, muy ocurrente, le dice: “¿Todavía te dura el miedo que no lo dices?” Se rieron, pero Fiallo respondió: “Eso es discreción militar”.

Prosiguió diciendo: “Después vino el Corte, y me dijo: “¿Tú recuerda la diligencia?; esos carajos creían que me iban a empalagar con sus elogios poniéndole mi nombre a su calle; son traicioneros y lo advertí, que no podían seguir con el desorden de robos de vacas en Dajabón, ni usando su dinero hasta en Santiago; que nosotros no nos íbamos a joder por ellos.”  Hasta aquí el relato.

Días después, Cocco le pregunta a Fiallo: “¿Y a qué tú fuiste a Obras Públicas?”  Respondió: “Estando en el Hipódromo me dijo: “Arréglame ese desorden”. Entonces Cocco le pregunta:  “¿Y cómo tú lo ibas a arreglar?” “¡Oh!, Poniendo un ejemplo! Los troncos de los puentes se hacían redondos por el paso de los vehículos; lo que hacían era volverlos cuadrados y se cogían los cuartos nuevos”. “¿Y tú cómo ibas a resolver?” “¡Ya te dije, uno sólo que se ahorcara en el mismo puente con un letrero en el pecho, era un mensaje!  Y así fue; se pusieron pinitos.”

Resultaba impresionante oír a Fiallo; era de los seis capitanes duros del año ´30. Su fama de represivo era incuestionable, pero ponía a pensar en aquel tiempo en que habían nacido los monstruos de la opresión y la guerra.

Sin embargo, era de una honradez que el propio Trujillo reconociera cuando le llevaron una lista de nombres al constituir la Comisión de Control de Neumáticos y Combustibles que imponía la guerra y dijo: “No, carajo, quiero sólo a Federico Fiallo, que es el único dominicano que no roba.” Al parecer, se incluía entre ellos.

Fiallo le sirvió para controlar Obras Públicas, desarrollar Fuerza Aérea y corregir la Policía, donde volvió como Coronel, ya jubilado como Teniente General de las Fuerzas Armadas. Su impiedad era inequívoca, pero cuando un Procurador lo reclamó para interrogarle en Despacho respecto a los hechos tremendos de El Número de Azua, en que murieran hijos valiosos de San Juan, pidió excusas para cambiar la indumentaria y se suicidó con una Luger, tal como hiciera el Mariscal Rommer. Se podría entender que se sentía parte de aquellos tiempos de naciones antiguas, que supieron del Holocausto y de los Gulags. No era un oficial cualquiera, pues; era una mentalidad que el mundo con dolor padeciera.

En un ejercicio mental estrambótico se diría, después de los saqueos recientes del erario público que ha hecho falta la probidad de un Fiallo, desde luego, dentro de un Estado de Derecho que se suponía imperturbable.

El absurdo es más que imposible, lo sé, pero al menos sirve de advertencia a las nuevas generaciones, para que lleguen a decir sinceramente algún día: “Estamos mal, pero iremos bien.”

Esta reminiscencia de hoy plantea un caso histórico de Daltonismo Moral, que tanto he manejado en mis estudios penales; es decir, el hombre duro en la sangre, pero escrupuloso en el manejo de fondos públicos.

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