Plan Lea – Listín Diario
Con las clases en marcha o a punto de
empezar, no está muy claro cómo será el día a día en las escuelas. En pandemias
pasadas también arreciaron los problemas y las dudas.
Aunque a veces parezca mentira, llevamos más
de cien años intentando encontrar el equilibrio justo entre prevenir las
pandemias y asegurar la continuidad de la educación de niños y jóvenes
expuestos a la amenaza del contagio. El motivo es que sabemos que no ir a clase
empeora significativamente la formación de los alumnos y espolea el fracaso
escolar.
Casi todo lo que sentimos y vivimos al final
del curso pasado con la Covid-19 ya lo sintieron y vivieron nuestros abuelos y
bisabuelos con sus hijos en las sucesivas cornadas de la gripe, la
poliomielitis o la tuberculosis en el siglo XX. Y eso incluye no solo el temor
al fracaso escolar, sino también las recurrentes llamaradas del pánico social,
el sobreesfuerzo de los padres, las viñetas tragicómicas con las que
relativizaban su angustia (entonces en los periódicos y revistas y hoy en forma
de memes digitales) y la súbita nostalgia de las familias urbanitas por el
campo, el mar y los espacios abiertos.
Nuestros abuelos y bisabuelos también contemplaron,
entre la decepción y la tristeza, la conversión de casas y hospitales en aulas
para niños semiconfinados, el penoso aislamiento de estos niños y adolescentes,
el pulso político favor y en contra de la clausura de los colegios y, por fin,
la ansiedad por expandir la medicalización (esto es, la estricta supervisión
sanitaria) a instituciones que, hasta entonces, se reputaban seguras.
Cerrar las escuelas a principios del siglo XX
no era lo mismo que hacerlo tan solo 50 años antes. Muchos estados empezaban a
imponer la escolarización obligatoria hasta los doce años, y la educación
pública se había convertido en un vertiginoso ascensor social en plena
explosión de la clase media. Nuestros abuelos y bisabuelos, igual que nosotros,
entendían que no tenían que conformarse con el cerrojazo escolar, el
confinamiento o las cuarentenas. Ellos eran los hijos de Louis Pasteur y la
modernidad. Ya no eran los tiempos de la peste.
Según relata el historiador de la medicina
Roy Porter en The greatest benefit to mankind, los sistemas de saneamiento de
las ciudades, la renovación total de los barrios más deprimidos y la mejora en
la dieta habían ayudado a prevenir muchas muertes por enfermedades infecciosas.
Además, hacia el año 1900 ya existían las vacunas contra la viruela, la rabia,
la fiebre tifoidea, el cólera y la peste bubónica, y había comenzado una
carrera internacional para descubrir otras tantas para la polio, la tos ferina,
la tuberculosis, la fiebre amarilla, el tétanos o la difteria.
Se comprenden los estallidos de las portadas
de las cabeceras europeas y norteamericanas en abril de 1955: la vacuna
inyectable contra la polio de Jonas Salk había funcionado. Como recuerda el
historiador David Oshinsky en Polio: An American Story, cuando saltó la
noticia, las campanas sonaron en todas las iglesias estadounidenses, las
sirenas de las fábricas silbaron, la gente se abrazaba por las calles y el
presidente, todo un general condecorado en trincheras espantosas como Dwight
Eisenhower, se quebró de emoción al recibir a Salk en la Casa Blanca para
agradecerle su hallazgo.
Un sondeo de 1953 situaba la polio como una
de las dos cuestiones que más terror inspiraba en los americanos. La otra era
la aniquilación nuclear. La historia de David Oshinsky muestra, precisamente,
hasta qué punto el pánico a una enfermedad que la inmensa mayoría superaba sin
dificultad era desproporcionado en una sociedad a la que tanto los medios de
comunicación como los líderes políticos aterrorizaban “por su bien”.
El libro permite preguntarse, igualmente, si
esa histeria contribuyó a que se acelerase la vacuna y a que la población
aceptase con sumisión sacrificios y medidas inaceptables en otras circunstancias.
El cierre de las escuelas o esos ensayos clínicos infantiles, por ejemplo.
Recordemos los riesgos: con las prisas, en abril de 1955, Cutter Laboratories
vacunó a 200.000 niños, y, como el fármaco era defectuoso, contagió la polio a
40.000 pacientes, de los que 200 quedaron paralíticos y 10 murieron.
Es verdad que el terror sanitario que
sintieron nuestros abuelos estaba basado en hechos reales. Para cuando se
encontró la vacuna contra la polio en 1955, las grandes ciudades americanas
habían encajado varias oleadas pandémicas (y no solo de polio) durante décadas.
La sociedad había sufrido mucho, y los niños y su educación, muy especialmente.
La primera reacción de las instituciones
estadounidenses a principios del siglo pasado se parecía a la nuestra de hace
algunos meses. Apostaron por fórmulas de prevención como el cierre de las
aulas, las cuarentenas, los espacios ventilados y abiertos y la higiene pública
y personal.
Igual que durante la pasada primavera nos
obsesionamos con la limpieza de los domicilios o los supuestos peligros del
dinero en efectivo, no fueron pocos los que se obsesionaron, a principios del
siglo XX, con que los gérmenes de las peores pandemias se agazapaban entre el
polvo de las casas o en objetos de uso social como los vasos de bares y
restaurantes, los libros de las bibliotecas públicas o los sellos de las
cartas. El temor a esos libros y sellos pudo complicar la educación por
correspondencia de los estudiantes confinados.
Las sociedades suelen creer que las armas que
usaron con las pandemias del pasado valdrán con las siguientes
La historiadora de la medicina Nancy Tomes
recuerda en su análisis “Destroyer and teacher” que tanto esos peculiares
prejuicios como muchas de las medidas antipandemias de principios del siglo XX
se deben, en gran medida, a lo que se había “aprendido” con la lucha y las
investigaciones sobre la tuberculosis de las últimas dos décadas del siglo XIX.
Las sociedades tienden a creer que las armas que utilizaron con las pandemias
del pasado funcionarán con las siguientes. No siempre es así.
Eso no quiere decir que los estados se
limitasen a utilizar siempre la misma receta. También se defendieron de las
pandemias fomentando nuevas investigaciones y, si muy a finales del siglo XX
preferían el confinamiento exclusivo de los colectivos de alto riesgo, pocos
años después no dudaron en extenderlo a casi toda la población en los peores
brotes y en readaptar los espacios donde se concentraban las principales
víctimas potenciales del virus, entre las que, para ellos, destacaban los
niños.
Así, las escuelas tuvieron que permitir que
las enfermeras les practicasen revisiones médicas superficiales a los alumnos,
dieran la voz de alarma si era necesario, agilizasen la salida de los
contagiados para llevarlos al médico, hicieran seguimiento de los tratamientos
e informasen a las familias de los enfermos (a veces, muy humildes y
semianalfabetas) para que entendieran el alcance del problema y los
devolvieran, inmediatamente, a clase –en vez ponerlos a trabajar– cuando
estuviesen curados. Aquellas medidas, impulsadas por la enfermera y
extraordinaria activista Lillian Wald en 1903 en Nueva York, recortaron el
absentismo escolar un 70% en solo dos años.