Conocí a Marisa admirándola, queriéndola, adorándola. Recuerdo que fui hasta en siete ocasiones a verla al Teatro Español. La misma obra, ‘El cojo de Inishmaan’. Al terminar, íbamos a charlar con ella y con Terele Pávez al camerino. “Hoy ni me hables”, me dijo una de las tardes con una sonrisa, se había equivocado en una línea. Algo totalmente imperceptible para el público, pero terrible para una Actriz.
Por
Patricio Alvargonzález Vanity Fair
Llevaba
una chaqueta de cuero negra y unos vaqueros cuando la conocí. Venía caminando
por la calle Barquillo hacia el Pomme Sucré, donde habíamos quedado para tomar
el té. La espalda de Becky del Páramo, los botines de Leo Macías, el humo de
Huma Rojo. Existe alguna posibilidad por pequeña que sea de salvar los nuestro.
Todos los personajes que había interpretado venían hacia mí, con paso firme y
una enorme sonrisa. Porque todos sus personajes tenían algo de ella. Eso lo
aprendí aquella primera vez.
—¿Quién
era? —pregunta Chema Prado, su marido, al otro lado de la línea. Ella cree que
ha colgado.
—Uno que
dice que es mi mayor admirador.
“Dime que
eres tú, porque por teléfono confundo los admiradores”, dice sorprendida al
volver a escuchar mi voz y haciendo alarde de su fino sentido del humor, del
bueno, del que siempre se percibe un matiz de mala leche. Marisa era la
exégesis de la actriz. Entraba en escena (y en el supermercado) ahuecándose la
melena con los dedos –ese gesto tan suyo– e iniciando cada frase con la
afectación de María Guerrero. Pues de ella venía, del teatro, del puro teatro.
“¡Tenemos que reivindicar El comprador de horas! ¡Mi primer prota y de puta
francesa!”, me escribía, de pronto, un lunes. Y yo corría a la web de
Televisión Española para verla en ese Estudio 1, como había hecho toda la
vecindad aquella tarde de 1968 en la que su padre, Lucio, empezó a recibir
enhorabuenas de sus congéneres, aceptando así, muy a su pesar, que su hija era
Actriz. La hija de Petra, la portera, había tenido un éxito televisivo. Pedro
Almodóvar, que además de un gran narrador es un mitómano fetichista, le regaló
a Marisa el final de Tacones Lejanos, en la que su personaje, Becky del Páramo,
regresaba del éxito para morir en la portería de su madre.
“Ayer vi
El mundo sigue de nuevo. Hago dos secuencias. De criada, naturalmente, en la
escena con Lina Canalejas destruida, currando en casa. Obra Maestra. La mejor
del pelirrojo. Hay que verla de vez en cuando para saber de dónde venimos y por
qué somos así”, esto me escribe otro jueves cualquiera. El pelirrojo era, por
supuesto, Fernando Fernán Gómez y aquel uno de sus primeros papeles en cine. El
primero se lo había dado Forqué en 091, policía al habla en 1960, ocho años
antes de su éxito en Estudio 1. Se consagró sobre las tablas. De su relación
con el director Antonio Isasi-Isasmendi fueron fruto un pequeño papel en la
magnífica El perro y su hija María, actriz de cuna, a quien acudió a ver este
pasado domingo al Teatro Español, su teatro, el mismo que acogerá mañana su
capilla ardiente. “Mi nieta Thelma”, me envió las navidades pasadas, con una
foto de una niña monísima tocando el piano, su gran amor, su debilidad.
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