Poca gente
recuerda su único mandato como presidente, pero su figura como gran embajador
de la paz y la democracia así como el Centro Carter que fundó junto a su mujer
Rosalynn Carter le valieron el Nobel de la Paz en 2002, y un lugar entre los
líderes mundiales más apreciados.
Por JAVI SÁNCHEZ VANITY
FAIR
Pocas personas
serán recordadas como lo está siendo el ex presidente de Estados Unidos y
Premio Nobel de la Paz Jimmy Carter, cuya muerte hace unas horas ha recibido
condolencias de todos los rincones del mundo. Desde el presidente electo de
Estados Unidos Donald Trump, que señaló “que todos tenemos una deuda de
gratitud” con Carter, hasta la China de Xi Jinping, cuyos portavoces han
señalado “que siempre será recordado por el pueblo chino”. El rey Carlos de
Inglaterra recordaba también su compromiso de servicio público y cómo “dedicó
su vida a promover la paz y los derechos humanos”. Carter ha muerto a los 100
años, lo que le convierte en el más longevo de los presidentes de Estados
Unidos, pero los mensajes que han recorrido el mundo también señalan otro hito:
el de ser tal vez el más apreciado de los grandes líderes del siglo XX.
La clave no está
–aunque sí sus semillas– en su presidencia, un único mandato entre 1977 y 1981
como 30º presidente de su país. Carter, miembro del Partido Demócrata que ya
había destacado por su defensa de los derechos civiles (y esto como político y
gobernador en un estado sureño, Georgia), fue uno de los presidentes más
progresistas a este lado de Franklin D. Roosevelt, a quien no le temblaba el
pulso a la hora de atajar algunos de los traumas pendientes de su nación. En su
segundo día de mandato, por ejemplo, emitió un perdón presidencial a todos los
desertores de la Guerra de Vietnam, por ejemplo. Apostó por políticas de
futuro, con la educación como bandera, y se caracterizó por ser un gran
mediador en los asuntos internacionales. Impulsó las relaciones con China –de
ahí el agradecimiento actual–, medió sin tregua para conseguir la firma
egipcio-israelí en los Acuerdos de Camp David de 1978, el Tratado del Canal de
Panamá que hoy pone en duda Trump y una extensa lista de acuerdos
internacionales, en muchos casos multilaterales y colaborativos. Incluso en
asuntos espinosos, como el boicot internacional a los Juegos Olímpicos de Moscú
de 1980, como respuesta a la invasión soviética de Afganistán.
El problema es que
Carter fue un presidente “tibio” que venía de derrotar casi por sorpresa a un
presidente gris (el republicando Gerald Ford) y el final de la década de los 70
era un hervidero poco apto para la moderación, menos aún para una paloma que consiguió
un raro hito en la historia de su país: Carter involucró a Estados Unidos en un
total de cero conflictos bélicos. Pero su pacifismo chocó con varios problemas
en el tramo final de su presidencia, principalmente la crisis de los rehenes
estadounidenses de Irán, iniciada en noviembre de 1979 y cuyas negociaciones
desgastaron completamente al presidente. La puntilla es que la solución final a
dicha crisis se produjo el 20 de enero de 1981: el día que Ronald Reagan
debutaba como presidente de Estados Unidos tras haber arrasado en las urnas a
Carter. Carter había pasado las últimas horas, hasta el momento mismo de la
inauguración de Reagan, negociando sin tregua la puesta en libertad de los 52
rehenes. Un logro que consiguió demasiado tarde.
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