Este viernes se cumplen ocho años de la muerte de
Lauren Bacall, la sirena de la gran pantalla. En su autobiografía, ella misma
hizo un repaso de su carrera (y de sus romances con figuras como Humphrey
Bogart y Frank Sinatra) haciendo alarde de su aguda perspicacia y astuto
sentido del humor.
POR HADLEY HALL MEARES - Vanity Fair
Lauren Bacall, registrada como Betty Joan Perske al
nacer, en 1924, tuvo una vida muy afortunada y era consciente de ello. En su
autobiografía publicada en 1978, Por mí misma, reeditada con material adicional
en 2005 con el título Por mí misma y un par de cosas más, la palabra
"suerte" aparece con más frecuencia que ninguna otra.
En estas páginas, Bacall (retratada durante mucho
tiempo como una diva difícil) narra su vida con un sentido del humor,
curiosidad y gratitud que dista mucho de la gélida personalidad de gran dama
que se le atribuyó. Sin olvidarse de su coqueteo con el político Adlai
Stevenson o su amistad con todo tipo de celebridades, desde Robert Kennedy
hasta Vivien Leigh, pasando por Nicole Kidman, Bacall relata su apasionante
vida de forma honesta, emotiva y vulnerable, algo difícil de encontrar en
cualquier autobiografía de una celebridad.
“Me doy cuenta de que he vivido mucho tiempo, pero
sigue sin ser suficiente para mí”, decía la actriz en la reedición de 2005.
Una judía modélica
Bacall se crio en Nueva York con su madre
trabajadora y divorciada, con quien tenía una fantástica relación, y un grupo
muy estrecho de tías, tíos y una abuela de origen rumano. Su familia, repleta
de abogados y secretarias de dirección, le inculcó cómo ser “una judía
modélica”, pero Bacall siempre fue una soñadora ambiciosa que tuvo muy claro
que lo que quería era estar sobre un escenario.
Cuando no estaba en sus clases de interpretación
(donde salió durante un tiempo con el joven Kirk Douglas), la Bacall
adolescente solía pasar su tiempo libre a las puertas de lugares emblemáticos
de Broadway como el restaurante Sardi’s, vendiendo ejemplares de la revista Cue
en un intento por conseguir conocer a algún productor. “Solía estar ahí fuera,
parando a todo el mundo para que compraran mis productos. Me dejaba los ojos
tratando de encontrar algún productor, actor o cualquiera reconocible que
pudiese ayudarme a conseguir algún papel. Ahora que lo pienso no estaba bien de
la cabeza y era bastante impertinente, lanzada y caradura”, narraba la actriz.
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En 1941, la chica desgarbada con los pies grandes
se convirtió en una belleza exótica que llamó la atención de Diana Vreeland, la
legendaria editora de Harper’s Bazaar (y posteriormente de Vogue). Tras viajar
a St. Augustine para una sesión de foros, Vreeland se empeñó en colarse en un
tren repleto de gente que se dirigía de vuelta a Nueva York. En su
autobiografía, Bacall recuerda la situación disparatada en la que desencadenó
aquello:
“Nuestro grupo subiéndose al tren, yo apoyándome en
Diana por el bien de los mozos de estación, conductores y Dios sabe quién,
interpretando la escena de la muerte de Camille, tratando de ser valiente,
sintiendo que me desmayaba… y Diana diciéndome ‘Tranquila, querida… tómatelo con
calma, tienes que descansar”. No fue la mejor de nuestras interpretaciones—las
dos sobreactuamos”.