EDUARDO GONZÁLEZ VIAÑA
Lingüistas, profesores universitarios, escritores y científicos cibernéticos discutieron semanas atrás en Seattle sobre el destino del libro.
Ello me ha ocasionado un sueño: Visitaba la casa donde viví mi infancia en un puerto del norte del Perú.
Fue en sueños, naturalmente, porque vivo en Estados Unidos, no he entrado en ella desde los tiempos de mi adolescencia, y tal vez ha cambiado tanto como yo en todos estos años, pero lo cierto es que me veía entrar solo en ella, y tenía que recorrerla desde la puerta de entrada hasta la que daba a la otra calle.
Era de noche. -Ya no estarán conmigo mis padres - pensé- y mis hermanas viven lejos. Me sentiría mejor si todo fuera como antes. A lo mejor, todo era como antes, y nada había cambiado porque el ayer está en el ahora cuando las cosas suceden en un sueño o acontecen dentro del corazón.
Por fin, de pieza en pieza, fui a dar con la puerta trasera que debería ofrecer acceso a la otra calle, pero en el sueño me hacía entrar en Oviedo y después pasé de España a otro sueño y a otra vida.
Me dije: -En cuanto abra esta puerta, penetraré en otra ciudad, la que al final también tendrá otra puerta que abriré para entrar en otro paisaje, y así estaré entrando y saliendo a través de patios y casas, ríos y bosques, historias y lagos, montes y países, amores y desamparos, caminos, mares, aventuras y planetas.
Un libro es como la puerta que vi en mis sueños. Caminamos con él a solas por el mundo y por la noche. Nos permite iluminar las habitaciones y los tiempos más sombríos. Nos instala en el universo confundidos entre los astros. Nos hace creer que ésta y todas las noches todo en el mundo estamos soñando el mismo sueño.
Por fin, se abre y nos deja entrar a un número infinito de otras puertas y caminos. El lector mira fijamente una superficie blanca cubierta de letras a las que persigue con los ojos. De izquierda a derecha y de arriba hacia abajo, la vista adquiere cierta voracidad por esos signos que se convierten en caminos y significados.
El roce entre la vista y la superficie del papel no produce desgaste y, sin embargo, inaugura una infatigable arquitectura de ciudades y de sueños y se transforma en una puerta que se abre hacia un espacio misterioso.
En ese territorio discurren los anhelos y las ilusiones de los hombres. La comunidad humana convierte al libro en su desván de recuerdos y en el notario que habrá de transmitirlos de una generación a otra y a las otras para garantizar que habrá hombres y recuerdos por los siglos de los siglos hasta el día de la resurrección de la carne y la vida perdurable.
En el camino, o sea en la historia, la comunidad se hace «humana» porque el animal que lee se transforma en hombre, y este ser borra las fronteras entre los que viven y los difuntos, se traslada sin moverse a países prodigiosos y a historias adormecidas como la de Ulises que todo el tiempo continuará huyendo de los brazos eternos de la perversa Circe y navegando hacia la dorada Itaca invisible.
Lo más importante de todo esto es que el ser-lector aprenderá a no morir, o por lo menos a no morir por completo, lo cual es atributo primero de la especie humana.
En Seattle, alguien me preguntó si creía que, con el avance de los medios cibernéticos, el libro se iba a acabar, y yo le respondí que eso era muy probable, y que por lo tanto había que salir corriendo a leer todos los que nos quedan por leer por todo el tiempo que nos quede?
Cuando he salido de mi país, o de mi casa, para quedarme en otro lado del mundo, al lado de mi ropa, siempre llevé conmigo las obras completas de Borges y Neruda y, dicho por ellos, leí «libro, cuando te cierro, abro la vida» y divisé «libros y casas como ángeles». Así diviso la casa de mi infancia a la que entro cada noche mientras caballos transparentes galopan en medio de mis sueños, y el libro, esa puerta abierta hacia las otras puertas, transmite la palabra que es el Verbo.
Y el Verbo, en el Evangelio de Juan, vuelve a ser la luz verdadera que alumbra a todo hombre que vive en este mundo.