Julia Angélica Maríñez Báez
De pequeñita vivía en el campo de Paya, Baní,
República Dominicana, donde en medio de la recolección de los tomates y las
cebollas de cuando en vez mi tío me subía en su burro, al cual yo había
bautizado con el nombre de "Juan", para trasladarnos a los conucos a
realizar sus labores de agricultura y a ordeñar las vacas.
Mientras él se ocupaba de lo suyo, yo iba
maroteando todas las frutas que venían en el curso del canal de agua de riego,
al cual le mal llamábamos ¨rigola¨ y pasaba horas muertas sacando guayabas,
mangos Mameyitos, jobos, cerezas y claro está, algún que otro pececito para
mirarlo a los ojos en un vaso de agua y llevármelo como trofeo.
Cuando me cansaba de jugar, me acostaba
debajo de una mata de mangos bien frondosa que alfombraba de amarillo la tierra
a su alrededor en franca competencia con grandes porciones de pintorescos
estiércoles de las vacas, las cuales se usaban luego para hacer los pisos y las
mesetas de los fogones de los bohíos y tabicar las hendijas de las tablas de
palma con las cuales estaban construidas éstas.
Con mucho cuidado buscaba un lugarcito para
acostarme y empezar a mirar al cielo y a jugar bailando al son de las formas
tan paradisíacas que me ofrecían las nubes, que unas veces parecían personas,
otras ogros y otras veces estaban teñidas de colores por las mariposas que
sobrevolaban la tierra, especialmente en la primavera, donde por arte magia
(entendía yo a esa edad) aparecían todas juntas y abarrotaban el cielo con sus
colores y luego se desaparecían tal cual llegaban, mientras que otras veces,
quedaba yo atrapada en medio de su volar, boquiabierta como en un sueño hecho
realidad, me besaban con sus alas y al parparlas me quedaban entre los dedos
una fina seda dependiendo del color que ellas tuviesen, sintiéndome maravillada
por el palpitar de mi corazón ante la gran exhibición de la naturaleza de la
cual yo era partícipe y protagonista de dicha historia.
Sin embargo, un día, descubrí que las
mariposas no nacían siendo ellas mismas y fui testigo de una metamorfosis
espectacular y sentí la presencia del cielo en la tierra y el respeto hacia la
naturaleza.
Mientras, seguí creciendo y en mi afán de
seguir maravillándome tantas veces pudiera, formé un colección de éstas con los
todos colores, como oportunidades tuviese para atrapar, guardándolas en un
Nuevo Testamento que también era parte de mis tesoros, hasta que otro día no
muy lejano, me di cuenta que en medio de mi inocencia me dejé llevar por la
ignorancia, el orgullo y la avaricia (en ese tiempo no conocía esas palabras,
pero sí intuía cuando hacía las cosas bien en mi corazón), por lo que cuando
tan sólo tenía cinco años tomé mi colorida colección de mariposas y las enterré
con tierra y muchas flores encima, en señal de mi arrepentimiento y luego de
mucho tiempo comprendí que yo también realicé mi acto de metamorfosis al darme
cuenta de lo que había hecho y al prometerme no matar nunca más una de ellas,
recordándome siempre con ello, que cada día, cada hora, cada minuto, cada
segundo de nuestras vidas, es una hermosa oportunidad para iniciar un nuevo
vuelo, para romper nuestros propios esquemas y emprender, al igual que las
orugas, la más atrevida, bella, rebelde y dulce de las metamorfosis de nuestra
existencia y salir airosos sobre nosotros mismos, con un nuevo brillo en la
profundidad de nuestro mirar y con la más contagiosa de las energías que sólo
un ser humano en transformación constante puede aportar.
Así que no importa la estación del año, si es
marzo, diciembre o junio, si el día es lluvioso o es soleado, si en tus
adentros habita la paz acolchada en algodón o estás debatiéndote en la más
cruel de tus tormentas, huracanes, ventiscas, frialdades y soledades; lo que sí
importa es que todos los días son una hermosa oportunidad para transformarnos
de pálidas y triste orugas, a la más bella y colorida de las mariposas, que
superemos nuestros antiguos vuelos e iniciemos una mejor historia de nuestra
propia existencia, una y otra vez y tantas veces sea necesario para volver a
empezar de nuevo el inicio de una interminable metamorfosis de nuestras vidas,
exhibiendo el estreno, tantas veces sea propicio, de nuevas fragancias, así
como los mangos nos perfuman con su exótico aroma al iniciar la primavera
decorando con ellas nuestros más soñados y tranquilos veranos.