RAFAEL PERALTA ROMERO
Jesús llegó a Jerusalén con el ánimo tenso, no obstante el recibimiento que le tributara una multitud
que le salió al paso blandiendo ramos de
palmera y de olivo, a la vez que gritaba: “Bendito el que viene en nombre del
Señor”. Sabía lo que le esperaba, lo cual
poco habría de importar para su
condición divina, pero la naturaleza humana le reclamaba “si es posible pase de
mí este cáliz”.
Días después se celebraba la fiesta de Pascua, que era costumbre y ley para
los judíos. Tanto el Maestro como los discípulos andaban lejos de
su lugar de residencia y el primer “día de los ácimos” los encontraría en
Jerusalén. De ahí que los apóstoles, turbados de incertidumbre, inquirieran acerca de qué iba a pasar con la
cena.
Desconocían la carta que guardaba el Galileo bajo la túnica. Designó a Pedro y a Juan para
que visitaran un contacto que tenía en la ciudad y quizá por no decirlo delante
de Judas, de cuyo transfuguismo ya se sospechaba, les dio las directrices con absoluta discreción.
Marcos (Mc 14,2-15) refiere que Jesús
les dijo: «Vayan a la ciudad; les saldrá
al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; síganlo, y allí donde entre, digan al dueño de la casa:
“El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis
discípulos?” El les enseñará en el piso superior una sala grande,
ya dispuesta y preparada; hagan allí los preparativos para nosotros.»
Este relato indica que el aguatero era una contraseña. Otras
traducciones indican que Jesús
describió la sala como “alta, grande, alfombrada, pronta…”. Lucas ofrece
similares detalles, la misma seña del cargador de agua que conduce a los comisionados hasta la casa
donde se celebraría la cena. Jesús aseguraba que la sala “era grande y
aderezada”.
El evangelista Mateo, uno de los doce,
lleva hasta la
escritura el hermetismo con el que Jesús manejó el lugar de la cena. Narra que
el Maestro dijo: “Id a la casa de Fulano y decidle…” (Mt 26,17-21). Este
evangelista no presenta pormenores sobre las condiciones del salón.
Era costumbre en Palestina que las casas tuvieran una habitación adicional,
en el segundo nivel, con entrada independiente, para alojar visitantes. Varios
pasajes de la Biblia aluden el asunto. En un aposento de este tipo celebró Jesús la
Pascua con sus discípulos. ¿Será que mientras ellos comían el cordero con pan
ácimo en el segundo nivel, abajo el dueño de la casa hacía lo mismo con su
familia?
Los evangelios no identifican al dueño de la vivienda y por calidad de la
misma se intuye que fuera persona de economía holgada. Colaboró con la causa de
Jesús, pero prefirió –quizá para cuidarse- no juntarlo con su familia a
compartir la cena.
Pedro y Juan vieron a ese hombre cuando lo visitaron por mandato de Jesús.
Él los llevó al piso de arriba y les enseño el cuarto
grande con la mesa y otros muebles alrededor. Todo adecuado para la actividad, la habitación estaba “pronta” para la cena de los huéspedes.
Se ha opinado que el propietario del
inmueble era desconocido de los discípulos, pero también se
ha dicho que era conocido, pero que Jesús no quiso dar su nombre para que Judas no
se enterara. Lo cierto es
que en esa casa se produjo la institución de la Eucaristía, allí lavó los pies de sus discípulos y pronunció Jesús su sermón
de despedida.
Los apóstoles usaron ese lugar como refugio después de la muerte del Maestro. Allí los
encontró después de resucitar y comió
con ellos. Por el hecho de la cena, el lugar pasó a llamarse Cenáculo. Ahí tuvo lugar la asamblea en la que los
apóstoles escogieron a Matías para sustituir a Judas y
allí recibieron al Espíritu Santo, conforme se relata en hechos de los
Apóstoles (Act 2,1-4).
En 2014 el papa Francisco visitó el Cenáculo de Jerusalén, y explicó
las siete claves que tiene para los
cristianos este importante lugar. El Pontífice
pudo celebrar misa gracias a un permiso especial concedido para
la ocasión, pues los judíos consideran
que los cristianos no pueden “interferir” aquí porque afirman que este lugar
está construido sobre la tumba del rey David.
¿Pero de quién era la casa? Hay
especulaciones en el sentido de que perteneciera a José de Arimatea, el mismo
que era propietario del sepulcro en el cual fue depositado el cadáver de
Jesús. Este hombre tenía riqueza y poder político –era miembro del
Sanedrín- y lo vinculaba a Jesús el
afecto familiar, pues era hermano de su
abuelo, Joaquín.
Definitivamente, ese colaborador anónimo de Jesús merecía más nombradía.