RAFAEL PERALTA ROMERO
Una mujer sale con
suficiente anticipación de su casa hacia
el trabajo. Prevé el caótico
tránsito de Santo Domingo y sabe que debe dejar a su hijo en un colegio. Se
cerciora de que el niño haya entrado al recinto y avanza hacia la oficina donde labora. Como aún no es hora de
clases, el chico juega con otros niños.
Otro día esa joven señora apuraba para agotar su
rutina, pero su pequeño automóvil no respondió con similar premura. Llama al
abuelo del niño para pedir un auxilio y el hombre acude de inmediato y carga
con su nieto para el centro educativo, en un
barrio elegante en el centro de
la ciudad. El abuelo no tiene horario laboral, pero asume compromisos.
A las 7:51
de la mañana se detiene frente al gran portón del recinto escolar.
Dentro, los niños cantan el Himno, rezan
y oyen arengas. El abuelo permanece
allí, estático como una efigie, porque presume que pasado el ceremonial entrará
con su nieto para presentar la
excusa de la tardanza. La hora de entrada es 7:50.
Frente al portón esperan más personas, entre
ellas un hombre vestido como ejecutivo
de ventas, lleva en una mano dos mochilas y en la otra, dos
pequeñines. Mira insistentemente su reloj. También esperan estudiantes adolescentes cuyos padres ya se
habían ido confiados de que
quedarían en su centro de estudios.
Al lado del portón se abre una pequeña
puerta metálica. Asoma una mujer con
apariencia de maestra. Llama a una chica que permanecía recostada en el portón,
le recibe algo, al parecer para otro
estudiante, y la despacha. Se acerca el caballero de porte ejecutivo, intenta hablar con la adusta señora
y pronto se va con sus niños.
Luego se aproxima el otro hombre con su
nieto. Intenta presentar la excusa, pero no hay oídos del otro lado de la
pared. ¿Entonces qué voy a hacer con este niño? – exclama angustiado. Con la
puertita entrejunta, la autoridad
educativa no necesitó un segundo de reflexión para responder: “Usted es
su padre, usted sabrá lo que haga con él”.
El hombre hubo de variar su plan inmediato y
dirigirse a su hogar a dejar el niño a merced de la televisión. De los
estudiantes adolescentes que se quedaron fuera no se sabe hacia dónde se
dirigieron. El ejecutivo llevó sus
hijos al trabajo hasta que otro familiar
pudiera hacerle el favor de retirarlos. Su rendimiento no pudo ser el mejor.
No sé las razones pedagógicas que
motivan esta rígida disciplina, pero
estoy seguro que trastorna el proceso de
aprendizaje del niño, trastorna la agenda familiar y trastorna las
responsabilidades de padres y madres, e incluso de abuelos. ¿Se gana algo con
dejar niños fuera del colegio por una tardanza? Creo que nada. Esa extraña
pedagogía merece revisión.