Cameron hace propia la frase pronunciada por Leonardo DiCaprio en su anterior película, Titanic.
El Rey del Mundo utiliza historias clásicas y personajes unidimensionales para llegar a la mayoría, pero consigue impregnar de carácter todas y cada una de sus incursiones en la gran pantalla.
Un sujeto que, a diferencia de otros, nunca ha sido valorado en su justa medida por no moverse un dedo de los parámetros de la ciencia ficción o la acción –al menos, hasta Titanic- pese a lograr resultados tan memorables como los de Aliens y Terminator 2.
Avatar no es la revolución total que se anunciaba, pero sí es un espectáculo visual de primera que merece el pago de la entrada para verla en sus asombrosas tres dimensiones.
En ellas Cameron vuelve a desplegar su retórica simple, que no simplista, en una historia tradicional en fondo y forma, un film de aventuras y ciencia ficción con ecos de western, toques de romance y momentos de comedia.
La revolución en los efectos especiales coopera con una estructura clásica de forma virtuosa, sin que dé la impresión de que la historia pudiera ser contada de otra manera que por la cámara vigorosa y ágIl de su realizador.
Dicho de otro modo, Avatar es una aventura de casi tres horas tan fluida y desenvuelta que el tiempo pasa en un suspiro. Cameron huye de ampulosidades y consigue crear un mundo nuevo verosímil sin dejarse llevar por excesos de una manera que no habíamos visto en décadas. Y por eso, el film no asombra por sus espectaculares escenas de acción, que las tiene, sino por la naturalidad con la que Cameron crea un mundo nuevo saca provecho de él, dibujando además unas relaciones entre lo divino y lo humano totalmente lógicas y coherentes.
El creador de Terminator se revela como un narrador confiado que va presentando una mitología propia poco a poco y sin apabullar, creando un trasfondo alucinante (pero verosímil) para la historia de unos personajes creíbles, en un todo homogéneo y sólido.
Cameron se apunta el tanto de hacer que pronto olvidemos las texturas digitales de unos personajes a los que otorga personalidad, vida, sin dejar que las múltiples referencias (desde Matrix hasta El mago de Oz, y sobre todo, Pocahontas) se apoderen del relato y creen un nefasto déjà vu.
Más que ciencia ficción, el núcleo duro de Avatar es un film de aventuras clásico en toda regla, una fábula romántica y épica que combina dramatismo (y cierto sentido de la tragedia) con los habituales golpes de efecto, comedia y batallas épicas (atención a la que envuelve al ejército humano y el árbol sagrado) que seducen al público de hoy, acostumbrado a los videojuegos.
Cameron aporta además una sensibilidad ecológica muy a la moda pero presentada de forma impecable. El hablar de los fallos del film, que los tiene, es como tirar chinas a un elefante. Poco importan la relativa simpleza de sus personajes cuando están tan bien interpretados (muy bien Sam Worthington y Zoe Saldana, impecable ese fenómeno que es Stephen Lang), o que de vez en cuando dé la impresión de que todo esto ya lo hemos visto antes.
Y eso es lo que es Avatar: una bonita y épica película de aventuras, un film de ciencia ficción sólido, y un simple pero extraordinario entretenimiento. Dudo que Cameron tenga dudas al respecto, pero estos meses puede sentirse con comodidad el rey del mundo. Se lo merece.