*Por Gabriela Soberanis Madrid
“No es fuerte el que no necesita
ayuda, sino el que tiene el valor de pedirla cuando la necesita”. Anónimo
No importa cuánto celebre la
independencia y la autonomía, muy por encima de éstas, existe una realidad
irrefutable: necesitamos de los demás. Es posible que queramos ser
autosuficientes, pero ésta palabra por sí misma, no es real. Al menos yo, no
conozco a nadie que lo sea realmente; que haya avanzado y logrado algo en la
vida, sin al menos, la ayuda de alguien. Todos necesitamos de los demás para
poder crecer, prosperar y enfrentar los desafíos de la vida. Así es como
funciona este mundo. Aunque, como yo lo veo, hay mucha más gente que se resiste
a pedir y a recibir ayuda. ¿Por qué?
Me parece que a algunas personas
– más que a otras – nos cuesta reconocer que las cosas no siempre nos van bien,
que a veces no sabemos qué hacer, que en ocasiones nos quedamos cortos de
recursos para ejecutar nuestros planes o que, simplemente, ya no podemos
hacerlo solos. ¿No sería bueno que estas personas se pusieran en igualdad de
condiciones con los demás? A fin de cuentas ¿quién puede con todo? ¿quién está
del todo bien? ¿quién puede decir, sin resquicio de duda, que no necesita de
nada ni de nadie?
Resistirnos a recibir ayuda es ir
en contra de nuestra naturaleza humana: somos seres limitados que necesitamos
de otros. Resistirnos a recibir ayuda puede comprometer nuestra capacidad de
vernos tal y como somos; puede sumergirnos en la falsa idea de que todo está
bien e impedirnos salir de nuestros problemas; puede hacernos caer en el
agotamiento y la frustración por no aceptar otras fuentes de ayuda. De hecho,
rehusarnos a pedir ayuda es una forma de soberbia. Es creer que podemos seguir
haciendo las cosas a nuestra forma, que podemos arreglárnoslas solos y resolver
todo con nuestros propios medios, nada más. Lo que hay detrás de ello es un
terrible miedo a exponer la verdad: necesitamos de los demás para seguir; y muy
probablemente, los demás, también necesiten de nosotros.
En cambio, cuando una persona se
deja ayudar o pide ayuda, significa que reconoce que no es de capacidad
ilimitada. Es una forma de abrirse, de dejar que otras personas formen parte de
su realidad; es la humildad de decirle a otro que estamos carentes de algo, que
sabemos que no siempre es posible resolver los problemas por nuestra cuenta.
Pedir ayuda es mostrarnos como somos: imperfectos, necesitados, vulnerables y
frágiles. No pedir ayuda es una forma de esconder esto, es avergonzarnos de
nuestra naturaleza humana, esa parte que tiene debilidades y carencias. Por el
contrario, pedir ayuda nos libera, nos da la oportunidad de salir de nosotros
mismos. Es una forma de despojarnos de cargas innecesarias, es una manera de
sincerarnos con los demás, es compartir los sentimientos de miedo, angustia y
desesperación cuando no sabemos qué hacer. Es poner en palabras lo que nos
ocurre, es achicar nuestras dificultades porque podemos verlas en perspectiva,
apoyándonos en alguien más.
Cuando nos dejamos ayudar, mejoramos
muchos nuestras relaciones con otros. Las hacemos más estrechas y más cercanas
porque comprendemos que no existe amor verdadero sin que te dejes ayudar y sin
que ayudes. Es una cuestión de ida y vuelta; es la forma en que las relaciones
se nutren. Ninguna relación crece cuando ninguna de las partes se necesita, o
cuando solo una de ellas pide o recibe ayuda. Pedir ayuda es darle la
oportunidad a alguien más de ser útil, de salir de sus propias circunstancias
para involucrarse con comprensión y generosidad en la vida de alguien que le
importa y a quien desea ver feliz.
Por lo tanto, el acto de pedir,
es un acto de valor, de merecimiento y de humildad. Es cultivar la creencia de
que merecemos vivir vidas más tranquilas, sin tantas cargas innecesarias, con
personas que están dispuestas a hacer por nosotros, lo que a veces nosotros no
podemos. Es creer que somos lo suficientemente valiosos para que alguien se
tome la molestia de brindarnos una ayuda sincera, demostrándonos su amor y su
consideración. Cuando pedimos ayuda y abrimos los brazos para recibirla, nos
nutrimos del calor de otros, de la fuerza que alguien más nos puede brindar.
Detrás de este acto admitimos que nos siempre estamos bien, que a veces la
carga se vuelve pesada, que necesitamos apoyo y compañía. El gran desafío
consiste en aprender a encontrar bienestar cuando pedimos ayuda y cuando la
recibimos.
En lo personal, disfruto mucho de
mi autonomía, pero he aprendido a no confundirla con autosuficiencia, con
aislamiento, con inconexión. Es maravilloso saber que uno tiene en sus manos
las riendas de su vida, que no depende de otros para tomar decisiones, para
pensar o actuar de determinada forma. Esa sensación de libertad, no tiene
precio. Pero una independencia bien entendida no se ve ensombrecida porque
necesitemos de los demás. Como yo lo veo, podemos seguir siendo libres, al
mismos tiempo que nos brindamos ayuda, que nos cuidamos unos a otros, que
compartimos lo que tenemos y que nos apoyamos mutuamente.