En dos plomizos atardeceres del ocaso de 1986 y el alba de 1987, visité en la esfumada cárcel preventiva del ensanche La Fe, junto a un amigo que comenzaba a afianzarse como profesional del derecho –hoy juez del Tribunal Constitucional que honra a la Patria- al ex presidente Salvador Jorge Blanco, cuya imputación de corrupción conmocionó a la inmensa mayoría de dominicanos. Durante los animados diálogos deduje que no se defendió confiando en la mentalidad resentida y maquiavélica del entonces presidente Joaquín Balaguer, así como en su “justicia”, advirtiendo, además, que había sido abandonado por tecnócratas de su gobierno y gran parte de sus compañeros del PRD. Ahora asumo que fue víctima de un desenfrenado propósito vejatorio.
Sin pertenecer a su partido ni ser amigo personal de Jorge Blanco, me estremeció su drama –por los procedimientos arbitrarios-, y desde el matutino Hoy escribí crónicas sobre su rechazada solicitud de asilo en la embajada de Venezuela, su reclusión en la clínica Gómez Patiño y su emergente salida, aquejado de un espasmo cardíaco, por el aeropuerto Las Américas, rumbo a Atlanta. No se justificaría que esas desmesuras sean repetidas con altos funcionarios sobre los cuales pronto podrían recaer graves querellas o denuncias sobre actuaciones dolosas.
La designación del Procurador General de la República por el presidente Luis Rodolfo Abinader será la decisión más intrincada, delicada y con más repercusión en el futuro inmediato. Un representante del Ministerio Público, reconocido por el populismo ciego pero que, por flaquencias íntimas, haya estado en connivencia con inculpados de marcas y utilizado por “tigres” sagaces, asestaría un revés demoledor al nuevo gobierno y a la lucha anti-corrupción.
Las atribuciones de corrupción serían múltiples. Si no se procede, o ese procurador independiente no investiga seria y minuciosamente, y opta por formular acusaciones insustanciales y prematuras, la imagen del gobierno se derrumbaría en corto tiempo. Abogados defensores de los involucrados y “comunicadores” contratados se darían banquetes, se repetiría el caso Jorge Blanco y burlescamente dirían: ¡qué siga la rumba!
La garantía reposa en la verticalidad, en la observancia del debido proceso y en la aplicación sin temor e irrestricta de las leyes. Memorable fue el pronunciamiento del titular de los Juzgados de Atención Permanente del Distrito Nacional, José Alejandro Vargas, quien el 17 de julio de 2017 en una sesión del Consejo Nacional de la Magistratura, en su presentación como aspirante a la Suprema Corte de Justicia, declinó la sugerencia que se le hizo para que aceptara concursar para el Tribunal Superior Electoral (TSE), por estimar que el trato dispensado revelaba una falta de confianza. A seguidas refirió al presidente Danilo Medina refirió que, si se va “a cometer contra usted un acto de injusticia, yo estoy seguro que parte de los integrantes que están en esa mesa le dirán: señor presidente, vamos a tratar de que sea el juez Alejandro Vargas que le juzgue porque si se va a cometer en contra suya una injusticia él no va a dejar que se cometa”.
Adventista como su familia y trabajador comunitario desde muy jovencito en el marginado barrio Los Guandules, formado –primero- como ingeniero electromecánico en la UASD en el calor de medios de comunicación (locutor romántico de Radio Popular y articulista de El Nacional) y sin ambición personal, como juez rechazó el acuerdo entre el Estado dominicano y Odebrecht para la colaboración en la delación de los sobornados por esa constructora brasileña para adjudicar obras públicas. Y, cada vez que dicta sus sentencias, a connotados narcotraficantes y peligrosos delincuentes, les indica -sin que le tiemble el pulso-, las infracciones que cometieron, que están condenados a tantos años, y que merecen una mayor, pero que esa es la que señala la Ley.
El Ministerio Público representa, como instancia del Estado, a la colectividad. Está comisionado constitucionalmente para indagar, acusar y evidenciar ante los tribunales los hechos que turban el orden público, ajustando su actuación a los fundamentos legales y respetando los derechos y garantías esenciales de las personas.
En la persecución de crímenes, la corrupción y otras transgresiones a las leyes, a los procuradores, fiscales y fiscalizadores les han asignado la misión de obrar bajo los principios de legalidad, indivisibilidad, jerarquía, objetividad, responsabilidad, independencia, probidad y oportunidad.
Gran esperanza de la reforma del sistema judicial ha descansado en el Estatuto del Ministerio Público, mediante la Ley número 78-03, promulgada por el Poder Ejecutivo el 15 de abril del 2003. Esta legislación consagra su autonomía, o sea, le faculta a actuar sin la interferencia de otros organismos del Estado, y propone su independencia funcional y presupuestaria, para la reducir la impunidad. Esa independencia y autonomía ha sido una quimera, no obstante las significativas transformaciones y actualizaciones experimentadas en esa instancia del Poder Judicial.
Justo es reconocer la labor y los esfuerzos de la Escuela Nacional del Ministerio Público (ENMP), que ha fortalecido las áreas de técnicas de litigación oral, la formulación de la acusación y los recursos; la clasificación del personal, la reingeniería financiera y administrativa, el respeto y apego del ordenamiento jurídico en los actos legales-administrativos, el Observatorio Digital, la automatización documental, la categorización de departamentos y distritos judiciales, la apertura de una Unidad Anti-lavado de activos, la oficina de representación de la víctima, la Procuradora General Adjunta para Asuntos de la Mujer, la Escuela Nacional Penitenciaría y la instalación de modernos laboratorios en el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif).
Sin embargo, por la interferencia política y la incapacidad, no han tenido respuestas las denuncias y querellas sobre dispendios y corrupción que han saturado el Departamento de Prevención de la Corrupción Administrativa (Depreco), la Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA) y la Comisión Nacional de Etica y Combate a la Corrupción (CNECC).
Embarcarse ahora en la modificación de la Constitución de la República para crear el Procurador General de la República independiente y el Ministerio de Justicia sería perder un tiempo precioso, además de que no es prioridad en la hoguera de una batida sanitaria y económica altamente peligrosa. Si el artículo 170 de la Carta Magna señala que “El Ministerio Público goza de autonomía funcional, administrativa y presupuestaria”, por qué el Presidente de la República no lo hace operativo, permitiéndole su separación práctica en un juro público, cumpliendo, en una primera instancia, su propuesta de un cabeza del Ministerio Público Independiente, acompañádolo de un más significativo auxilio técnico a la Cámara de Cuentas, la Contraloría General de la República, la Dirección de Compras y Contrataciones Públicas, así como el concurso del Poder Judicial.
Y, como responsable de la pesquisa y la formulación de la acusación penal ante un juez por fraudes o dolos en el Estado, un Procurador General de la República como José Alejandro Vargas (sin compromiso con políticos, empresarios ni con el nuevo jefe del Estado, y quien ha dicho que si su santa madre viola la Ley la condenaría, aunque tenga que llorar con ella en la prisión), sólo precisaría ampararse en el Código Procesal Penal, el Código Penal y las leyes especiales, contar con respaldo técnico y financiero, y obrar –como estoy seguro- sin retaliación.
A Alejandro Vargas no le meterán gato por liebre, y sabe cómo técnicamente fortalecer los expedientes de ayer, hoy o mañana, que sea consistente y que resista los embates de los duchos abogados de los encartados. El castigo ejemplar sería el mejor plan de prevención y combate a la corrupción administrativa, como también la más viable política de Estado en lo inmediato.