Por Nick Patón Walsh
A lo largo de cinco semanas de
cobertura informativa en las líneas del frente del sur, es difícil concebir que
–al menos en sus limitadas fases preparatorias– la contraofensiva de Ucrania no
se haya puesto en marcha a finales de abril.
El incesante bombardeo de
objetivos militares rusos; los indicios de pequeños desembarcos ucranianos a lo
largo de la orilla oriental ocupada del río Dnipro; y las explosiones que
alcanzaron depósitos de combustible e infraestructuras dentro de las propias
fronteras rusas y en ciudades ocupadas, todo ello podía considerarse un
indicador.
También, un ataque con helicóptero
que presenciamos contra un objetivo ruso; las persistentes señales de los
oficiales ocupados sobre ataques de sondeo ucranianos a lo largo de la línea
del frente de Zaporiyia; y la evacuación de la población civil en las zonas
ocupadas.
Estas señales se han acelerado en
el último mes y son los primeros indicios de las "operaciones de
conformación" que un alto funcionario estadounidense declaró a CNN que
comenzaron la semana pasada. Sin embargo, oficialmente, la contraofensiva
ucraniana aún no ha comenzado.
Dado el volumen de armamento,
asesoramiento y formación que Estados Unidos y la OTAN han dedicado a esta
operación –un alto funcionario estadounidense declaró recientemente ante el
Congreso que EE.UU. que había enseñado a Kyiv cómo "sorprender"–
parece justo suponer que este retraso en declarar el inicio del asalto es una
táctica, y no el producto del caos, la desorganización y un abril relativamente
húmedo que ha dejado el terreno demasiado blando.
Anunciar el comienzo depende
enteramente del presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky. Si declara que la
operación está en marcha, el reloj marcará inmediatamente los primeros
resultados. Si se dice que aún no ha comenzado, las crecientes pérdidas
sufridas por Rusia se deben al desgaste normal de la línea del frente. En el
último mes, los comentarios ofuscadores de Zelensky en el sentido de que los
"primeros pasos importantes" de la operación se darían
"pronto", o que se necesitaría "un poco más de tiempo", no
han hecho sino reafirmar la promesa inicial de Kyiv de que no anunciarían su
inicio.
Es posible que solo nos enteremos
de que la contraofensiva comenzó cuando se revelen sus primeros resultados
tangibles. Mucho de lo que está ocurriendo no se está haciendo público.
El objetivo de esta confusión es
claramente mantener a Moscú fuera de balance, incapaz de evaluar si cada nuevo
ataque de las fuerzas ucranianas es "eso", o simplemente otro sondeo.
Los recientes asaltos en torno a
Bakhmut son una prueba de ello. El jefe del grupo mercenario ruso Wagner,
Yevgeny Prigozhin, pasó 10 días en una elaborada conversación esencialmente
consigo mismo en Telegram, advirtiendo del colapso del grupo Wagner sin más
proyectiles de artillería de los altos mandos rusos. Prigozhin no recibió casi
ninguna respuesta oficial pública a sus súplicas, y no está claro si estas
alteraron los patrones de suministro del Ministerio de Defensa de Rusia.
La notable supervivencia de
Prigozhin, tras este episodio de críticas públicas a los hombres del Kremlin,
es una expresión tanto de necesidad como de temor: Putin quizá teme la reacción
violenta que provocaría la destitución de Prigozhin, y también necesita que las
fuerzas de Wagner mantengan sus posiciones. También es posible que siga
necesitando a Prigozhin como complemento de un ejército poderoso. Como ocurre
con tanta kremlinología, la verdad es por ahora desconocida, pero tampoco tiene
tanta importancia.
Lo que sí es clave es la
resultante muestra de asombrosa desunión en las filas de Putin, algo impensable
en febrero de 2022. Hasta ahora, el arrebato de Prigozhin solo se ha traducido
en ligeros cambios territoriales en el control en torno a la simbólica ciudad
de Bakhmut.
Pero reveló de forma más
significativa una diferencia fundamental en el funcionamiento de las máquinas
de guerra de Rusia y Ucrania.