Por Manu de Ordoñana
¿Todo buen escritor es un buen crítico? ¿Los
mejores críticos son los escritores? ¿Cuál es la naturaleza de la novela? ¿Y
cuál el papel del novelista? ¿Qué idea entraña una teoría de la novela? ¿Qué es
exactamente una novela? ¿La novela moderna es un género único? ¿Importa que las
novelas sigan siendo iguales que hace siglo y medio? ¿Están todas las novelas
obligadas a contar ficciones? Estas son las preguntas que se hace Javier Cercas
(1962) en su libro El punto ciego, en el cual nos descubre su versión de crítico
literario al analizar sus propias obras y las de otros escritores.
Cervantes funda el género en El Quijote y al
mismo tiempo lo agota. Para Cervantes, la novela es un género innoble. Para los
hombres del Renacimiento, los géneros clásicos, aristotélicos, eran la lírica,
el teatro y la épica. El Quijote fue apreciado por sus contemporáneos como un
libro de entretenimiento, como un Best Seller sin seriedad. Y por eso también
Cervantes se preocupa de dotar de abolengo a su libro y lo define como “épica
en prosa” tratando de asimilarlo a la tradición de un género clásico. La novela
es un género de géneros donde caben todos y se alimenta de ellos con su
carácter libérrimo, híbrido, casi infinitamente maleable.
En el siglo XVIII cuando ciertos ingleses y
también algunos franceses nos arrebatan a los españoles la novela, aprenden
mucho antes y mucho mejor que nosotros la lección de Cervantes. Pero se hace
evidente, a partir del siglo XIX, siglo por antonomasia de la novela, porque es
cuando, al tiempo que se construye un modelo de enorme solidez, la novela pelea
por dejar de ser un mero entretenimiento y por conquistar un lugar entre los
demás géneros nobles. Flaubert —principal seguidor y corrector de Balzac— se
obsesionó con el sueño de conquistar para la novela el rigor y la complejidad
formal de la poesía.
Milán Kundera propuso dividir la historia de
la novela moderna en dos tiempos. El primero, desde Cervantes hasta finales del
XVIII, caracterizado por la libertad compositiva, la alternancia de narración y
digresión y por la mezcla de géneros. El segundo empezaría con la eclosión de
la novela realista a principios del XIX y se definiría por oposición al
anterior. Sin duda, el primer tiempo es
heredero directo y consciente de Cervantes; el segundo, solo indirecto y a
veces inconsciente. Por eso, todavía a
principios de nuestro siglo, podemos decir que el modelo novelesco del XIX es
el dominante en la novela. Escribe Kundera que el segundo tiempo ha eclipsado
al primero, lo ha reprimido. La consecuencia de esta derrota es que el lector
común y corriente ha olvidado los rasgos propios de la novela del primer tiempo
o no los tolera o le incomodan, de ahí que le cueste aceptar ciertas obras como
novelas.
Cercas está convencido de que incluso se
podría hablar de un tercer tiempo de la novela. Si el primero propuso la tesis
del género y el segundo, la antítesis, el tercero propondría una síntesis,
pretendería redefinir y ampliar la noción misma de novela, oponerse a la
reducción llevada a cabo por la estética novelesca del XIX. La narrativa
posmoderna más solvente suele reclamar a Cervantes como su maestro y al Quijote
como su libro seminal y su origen remoto. Al fin y al cabo, la hibridación de
géneros es uno de los rasgos esenciales de la posmodernidad.
Pero no es del todo cierto que la novela
moderna nazca con El Quijote, ese honor se lo debemos a un librito delicioso,
inteligentísimo y divertidísimo, publicado cincuenta años antes y mal conocido
fuera de la tradición del español: El lazarillo de Tormes. La novela no es de
autor anónimo, sino apócrifo: el mismo protagonista del libro. Francisco Rico,
quien nos ha enseñado a leerlo, dice que “se publicó como si fuera de veras la
carta de un pregonero de Toledo (por entonces estaba de moda dar a la imprenta
la correspondencia privada) y sin ninguna de las señas que en el renacimiento
caracterizaba a los productos literarios. No era un relato que inmediatamente
pudiera reconocerse como ficticio, sino una falsificación, la simulación
engañosa de un texto real de la carta verdadera de un Lázaro de Tormes de carne
y hueso”.
De esa sostenida simulación de realidad nace
la novela realista, la novela moderna. Es cierto que, sobre todo al final del
libro, el narrador entrega pistas suficientes al lector, avisado, para que éste
pueda adivinar que aquello no es un relato verídico, sino una ficción; pero eso
no significa que no engañara a muchos lectores. El Lazarillo es un fraude
exactamente igual que tantos otros relatos; finge que una historia ficticia es
una historia real. Como él, la modernidad se ocupa ante todo de la realidad,
mientras que la postmodernidad se ocupa de los textos; más concretamente, de la
realidad a través de los textos.
Por lo tanto, El Quijote contiene todas las
posibilidades del género. No en vano, la primera parte de la novela es moderna
y trata sobre todo de la relación de Don Quijote y Sancho con la realidad,
mientras que la segunda, posmoderna, se centra en la relación de Don Quijote y
Sancho con los textos que los representan. Con cuatro siglos de diferencia, la
narrativa moderna y la posmoderna nacen de sendos fraudes. Sendos fraudes
paradójicos por lo demás. La razón es que no trataban de hacer pasar por
literatura lo que no era literatura, sino de hacer pasar por no literatura, lo
que era literatura.
Para los contemporáneos de Shakespeare, lo
que él escribía ni siquiera era literatura. Y algunos de los primeros y más
distinguidos lectores de Garcilaso de la Vega —el poeta que en el siglo XVI
revolucionó para siempre la poesía española, incorporándole la música de la
italiana— opinaban que sus sonetos no eran poesía, sino prosa. La mejor
literatura no es la que suena a literatura, sino la que no suena a literatura,
la que suena a verdad. Toda literatura genuina es antiliteratura.
La novela, si algo es, es forma: una mala
historia bien contada es una buena historia; mientras que una buena historia
mal contada es una mala historia. Es tan básica la forma que, usando viejas
formas, una novela está condenada a decir cosas viejas y usando formas nuevas
podrá decir nuevas cosas. De ahí el imperativo de innovación formal. La novela
del XIX no es un modelo perfecto e insuperable de la novela, porque la forma
perfecta de la novela no existe, mejor dicho, la única forma perfecta de la
novela es, si acaso la forma imperfecta pero infinitamente perfectible, que
concibió Cervantes. La novela necesita cambiar, adoptar un aspecto que nunca
adoptó, estar donde nunca ha estado, conquistar territorio virgen para decir lo
que nadie ha dicho y nadie salvo ella puede decir.
Con todo esto, juzga que la novela no es solo
un entretenimiento. Es, sobre todo, una herramienta de investigación
existencial. Un utensilio de conocimiento de lo humano. “Para mí la única obligación
de una novela no es contar una buena historia y hacérsela vivir al lector. Su
única obligación, o por lo menos la más importante, consiste en ampliar nuestro
conocimiento de lo humano”. En torno a esto, el escritor Herman Broch afirmaba
que es inmoral aquella novela que no descubre ninguna parcela de la existencia
hasta entonces desconocida.
Según Cercas, las novelas sirven para hacer
vivir el tiempo, para volverlo más intenso y menos trivial. Pero por encima de
todo, para cambiar la forma de percepción del mundo del lector. Para decir
cosas nuevas, la novela necesita ser nueva; necesita cambiar para cambiarnos:
para hacernos como nunca hemos sido.
Delibera que todo buen escritor es, lo sepa o
no, un buen crítico y que todo buen crítico es un buen escritor. Según W. H.
Auden: “Las opiniones críticas de un escritor (…) son manifestaciones del
debate que mantiene consigo mismo respecto a lo que debería hacer y lo que
debería evitar”.
Lo que Cercas ha dicho sobre la novela lo
refleja en uno de sus tantos libros. En 2009, al publicar su obra Anatomía de
un instante, la mayoría de los lectores españoles no lo consideró una novela.
Él mismo, aunque sabía o sentía que era una novela, prohibió a su editor que lo
presentara como tal. El texto explora un momento decisivo en la historia
reciente de España de una forma peculiar porque parece más un libro de
historia, un ensayo, una crónica o un reportaje periodístico
“Mi preocupación capital mientras escribía el
libro fue la forma. Y un escritor en general y un novelista en particular es
alguien concernido por la forma, alguien que siente que en literatura la forma
es el fondo y que piensa que solo a través de la forma es posible acceder a una
verdad que, de otro modo, resultaría inaccesible. Los géneros literarios se
distinguen por sus rasgos formales, pero tal vez también por el tipo de
preguntas que plantean y por el tipo de respuestas que dan. La respuesta es la
propia búsqueda de una respuesta. Es posible definir la novela como un género
que persigue proteger a las preguntas de las respuestas. Como un género que
rehúye las respuestas claras, inequívocas y que solo admite formularse
preguntas que no pueden ser contestadas, o preguntas que exigen respuestas
ambiguas, complejas y plurales, esencialmente irónicas. Si es posible definir así la novela, y yo
creo que es posible hacerlo, no hay duda de que Anatomía de un instante es una
novela”.