Dagoberto Tejeda
Ortiz
Afirmar que la
música urbana es un veneno para la sociedad es asumir una postura moralista y
un análisis superficial frente a una problematización que exige un enfoque más
profundo y más respetuoso. Pero además es declararse dueño de la verdad y
atribuirse el derecho de definir lo “bueno y lo malo”, lo que “sirve y lo que
no sirve” a nivel musical. Lo de pontífice puede funcionar a nivel religioso,
pero es la negación del conocimiento académico-científico.
Lo de anteponer
la música clásica a la música popular es un planteamiento desfasado e
ideológicamente colonizador, expresión de una elite y de una acción del Poder
imperial mantenido históricamente en la relación metrópolis-colonia, que solo
minorías alienadas proclaman hoy en día, ya que esta postura fue maquillada
desde que el capital convirtió la música en mercancía y comprendió que la
música popular era más rentable y tenía mayor mercado que la música clásica,
que no es más que la expresión de la música occidental, que históricamente nada
tiene que ver con nosotros.
La música, como
la danza, no es una realidad estática, todo lo contrario. Es un proceso
permanente de transformación elaborada en diferentes momentos sociales. Y es un
proceso de abajo hacia arriba. En sociedades desiguales, los sectores menos
favorecidos, elaboran mecanismos de resistencia, negación de las elites, que en
un momento dado son respuestas sociales de afirmación y de protesta que se
convierten en respuesta danzarías-musicales. El merengue, por ejemplo, no es un
producto de los músicos académicos sino de los músicos sin escuelas formales,
con un contenido popular. Se presenta originalmente como una expresión
“subversiva”, “indecente”, “profanadora” en relación al moralismo y “las buenas
costumbres” de las elites dominantes de su época. Por encima de todo esto, por
diversas dimensiones políticas y visión mercadológica de mercado, con el tiempo
se acepta, llega a convertirse en ritmo de identidad nacional y se consagra
oficialmente como marca país.
Esto se repite
posteriormente con la bachata. Expresión de los barrios marginados, la cual es
condenada por la misma elite dominante con los mismos epítetos de ser
“indecentes”, de incitar a la bebida y a la violencia, de ser realmente “un
veneno”, de ser una “aberración” musical. La dimensiones del mercado y la
conciencia de identidad del pueblo, lograron que se “maquillara”, que se “dignificara”
y fuera aceptada, incluso llevada con “orgullo” al Teatro Nacional. Hoy el
cantante que no interpreta bachata pierde vigencia.
Se repite la
historia por las conveniencias de la élite del capital. Antes incluso lo habían
hecho con el Son. El merengue fue repudiado al inicio por la elite, no por la
música, la instrumentalización o la letra (lirica) sino por el baile, donde en
un ambiente puritano e hipócrita que se bailaba despegado, en el merengue
pasaron a abrazase las parejas. La bachata no era aceptada por esa elite por el
baile o la instrumentalización sino por la letra, considera indecente.
El Merengue, el
Son y la Bachata comenzaron como respuestas sociales de los sectores populares
y terminaron siendo propuestas aceptadas por la sociedad. Las diferentes
expresiones musicales danzarías-musicales barriales les pasan lo mismo. Son la
respuesta social de los jóvenes sin trabajo, sobreviviendo en la miseria, sin
escuelas de música, sin oportunidades para adquirir instrumentos musicales, sin
ninguna clase de incentivo, sin presente, sin futuro y sin esperanza en una
sociedad de opulencia, de exhibiciones, de pasarelas, de saqueos y de
impunidades.
Es una manera de
protestar, de ser. ¿Cómo pedirle que sean “educados”, que tengan “buenas
costumbres”, cuando están sobreviviendo y muriéndose de hambre, sin
posibilidades de cambiar su vida? Su rebeldía es una protesta.
No es “un
veneno” para la sociedad, lo que se refleja y se expresa es que estas
expresiones musicales señalan “la pus”, de una sociedad descompuesta y
corrompida, que tenemos que cambiar.
Además, lo que
hoy es una respuesta puede convertirse posteriormente en una propuesta musical
que puede llegar a ser parte de la identidad nacional, como pasó con el
merengue, el son y la bachata.